miércoles, 28 de septiembre de 2011

I'm a Loser, un relato con Beatles al fondo

Ahora bien, para ellos lo realmente importante ocurrió la víspera, cuando tres jóvenes de cuarenta y algunos se convirtieron durante todo un día en tres jóvenes de veintitantos. Aquel fin de semana que no olvidarían en mucho tiempo, tal vez nunca, empezó para el más alto de ellos como dilatado paisaje tras la ventanilla de un tren, se hizo abrazos bajo la marquesina de la estación y luego Granada al sol, y sol y sol y sol, casi un destierro de cantar de gesta en manuelmachadiana pluma, al reencuentro, con tres de los suyos, polvo sudor y hierro, la tertulia pasea, once horas y media de conversación que era también otro paisaje, verbal, largo, itinerante. Nada menos que dieciocho vueltas le tuvo que dar la Tierra al Sol que los abrasaba para que tal cosa pudiera ocurrir de nuevo: el día del sombrero que no fue (no encontraron el adecuado en ningún sitio), del copón de cerveza helada, bendita ella entre todas las cervezas, del cigarrillo recogido del suelo y a esto hemos llegado los que no acabamos de dejarlo del todo se excusó el adicto, de la librería donde curiosear a seis manos títulos propios y ajenos, del “anciano busca piso para compartir” (aquella cuartilla en una farola y los tres allí clavados), de la tetería donde se plantearon otras bitácoras posibles, de esa Gran Vía esquina con Robert Frank que era el campo de operaciones del cazador de imágenes, del agua en cualquier parte, agua fría, en botella grande y a morro, por la calle, un pásamela entre camaradas, de la foto que no resultó del todo nítida, posando los tres no con espada desenvainada sino con bolsa de librería, y el día que se fue acabando como todos los días, la boca tan seca que cualquiera de ellos hubiera podido escupir algodón, como decían en una película de Marilyn Monroe... Y entonces despedida con perrita en aquella calle de barrio obrero donde vivía uno de ellos, y luego coche y noche y autovía para los otros dos, la pericia del viajante trazando suavemente cada curva en la oscuridad, y finalmente el hasta pronto, espero, ante el portal... Al día siguiente Andrés Iniesta metió un gol al borde un ataque de nervios, dónde estabas tú el día que ganamos el Mundial, qué locura, viejo, qué locura infinita, qué cantidad de páginas impresas, qué triunfo unánime nacional eterno, aunque no para ellos tres, cada cual de nuevo en su rutina, no más allá del tercer día de la Victoria, al menos, y lo que realmente recuerda ahora el más alto de ellos, en este instante en que catorce meses después se apoya en la barra de un local imaginario, es lo otro, es la víspera, el reencuentro, lo que no escribirá nadie, o sí, él mismo, por ejemplo, cuando acaben de cantar en riguroso YouTube estos chicos, ¿cómo dices que se llaman? ¿Beatles? ¿Los Beatles? Chissst, que ya empiezan y es con un himno de aquí o casi, tú sabes.... Ok, lo dejo estar, lo dejo estar...



jueves, 22 de septiembre de 2011

La Tertulia de la Calle Suipacha (final): el código Balzac

A manera de colofón, quisiera transcribir aquí un texto que por entonces al menos dos de los miembros de la Tertulia habíamos asumido casi con la determinación de unos juramentados y la lealtad irrenunciable a una causa, pero también con temor, porque encerraba una advertencia que aunque aún no parecía que nos afectase todavía, quedaba un poco en el aire en lo que se refería al futuro. Pertenece a un libro de Honoré de Balzac, aunque nunca supe a cuál ni he conseguido encontrarlo en las muchas pesquisas librescas que he llevado a cabo, y todavía conservo la fotocopia que me fue entregada en su momento. Hace tiempo que quiero compartirlo con otros, y ésta me parece la ocasión propicia. Dice así:

«Esa costumbre de de crear, ese amor infatigable de la maternidad que hace a la madre (esa obra maestra natural que Rafael tan bien comprendiera), tan difícil de conquistar, se pierde con una facilidad prodigiosa. La inspiración es ocasión del genio. Corre no sólo sobre una navaja de afeitar, sino que está en los aires y huye con la desconfianza de los cuervos: no tiene estola por donde el poeta pueda agarrarla; su cabellera es una llama y escapa como esos hermosos flamencos blancos y rosados, desesperación de los cazadores. Así es como el trabajo constituye una lucha fatigosa que a la vez temen y desean las grandes y potentes inteligencias, que suelen fracasar en el curso de sus esfuerzos. Un gran poeta de nuestro tiempo decía hablando de esta labor espantosa: ¡Me pongo a hacerla con desesperación y la abandono con dolor”. »
«¡Que lo sepan los ignorantes!», añade Balzac, y he aquí la advertencia: «Si el artista no se arroja a su obra, como Curcio al abismo y como el soldado a la brecha, sin reflexionar, y si en ese cráter no trabaja como el minero sepultado por la avalancha de tierra; si contempla, en fin, las dificultades, en lugar de vencerlas una a una, siguiendo el ejemplo de esos enamorados de los cuentos de hadas, que para obtener a sus princesas combatían toda clase de filtros y sortilegios, la obra permanece incompleta y perece en el fondo del estudio, donde la producción llega a ser imposible y el artista asiste al suicidio de su talento».

viernes, 16 de septiembre de 2011

La Tertulia de la Calle Suipacha: los juegos



Suipacha 425, Buenos Aires, Argentina, esquina con Almería, España


Desde el principio gustamos de someternos a excitantes desafíos literarios, retos o pactos que tenían mucho de juego de creación pero que sobre todo suponían un pulso con nosotros mismos. Las más de las veces se trataba de que cada cual debía escribir un relato a partir de ciertos elementos comunes. El acuerdo podía incluir un mismo título, “La agonía del crepúsculo”, pongamos por caso; una misma frase inicial, por ejemplo ésta: “Todas las despedidas se ocultan en la noche”; y la obligación de que una determinada escena, digamos una rueda de prensa en una cafetería, jugara un papel destacado en la trama: así exactamente nació el primero de muchos, el que por eso mismo hoy tiene un significado especial. Y surgieron después, en otros juegos similares, túneles imaginarios para acceder a los sótanos de una librería y dar el verdadero golpe del siglo, y venganzas no cumplidas para sorpresa del autor que hubiera debido llevarlas hasta el final, y también sueños deshabitados, que fue otro título común acompañando a la idea de que una carta debía ser detonante de algo (así lo recuerdo, al menos), o personajes que en el texto de uno de nosotros debían entrar en un pub para salir de allí en el de otro.

En marzo del año pasado, el camarada poeta reapareció en nuestras vidas en forma de e-mail (“Ante todo, gracias a San Internet por los dones recibidos, ya que ha hecho posible que mi búsqueda me lleve a buen puerto.”). Muy poco antes, Francisco Ortiz y yo habíamos vuelto a establecer contacto gracias a la presentación en Almería de su novela Última noche en Granada. Casi sin darnos cuenta, todo volvió a empezar, aunque esta vez fundamentalmente a través del teléfono y el correo electrónico –vivimos en tres ciudades distintas-, y apenas tres meses más tarde, en junio, José Luis Campos nos escribió las palabras mágicas: “… Creo que deberíamos intentar repetir algo que ya hicimos una vez, y la música debería ser una persuasiva cómplice en tamaña empresa. Os propongo escribir un relato con esta banda sonora…”.

El nuevo reto o juego: un cuento a cuatro manos (muy pronto empezamos a llamarle quadrofénico) en el que, además de José Luis, Paco y yo, participaría Edgar Campos, a quien vagamente recordaba haber llevado sobre mis hombros hacía muchos años y hoy es una luz nueva en la imperecedera pasión por las letras. La banda sonora propuesta: estas cuatro exquisitas piezas, en las cuales debíamos buscar, según un orden establecido, inspiración:

Primer capítulo, Wide Asleep, de Michael Manring (“para Paco, con la siempre difícil tarea de marcar el camino”).

Segundo capítulo, Atlantique Nord, de Yann Tiersen, para Edgar.

Tercer capítulo Bolerish, de Ryuichi Sakamoto, para el propio José Luis.

Y, por último, “para santificar nuestros pecados”, Aerial Boundaries, de Michael Hedges, para Juan.

Abro aquí la trampilla del pasadizo que conduce al resultado de aquel nuevo y tan reciente aún –aunque cada vez menos- desafío:    “Opus 4”.


Y aquí mismo, dos de los temas...

Atlantique Nord (segundo capítulo)

Aerial Boundaries (cuarto capítulo)


P. D.: Nada me gustaría más que reunirnos todos alguna vez. Quienes vivimos en la misma ciudad nos encontramos de vez en cuando, y es siempre el mismo afecto. Por cierto: hasta donde yo sé, ninguno de nosotros ha estado jamás en la calle Suipacha ni en ninguna otra de Buenos Aires, aunque no es infrecuente que sintamos ascender por la garganta, como sal de frutas, no un conejito pero sí un cuento: "no es razón para no vivir en cualquier casa, no es razón para que uno tenga que avergonzarse y estar aislado y andar callando..." (Carta a una señorita en París, de J. Cortázar).

miércoles, 14 de septiembre de 2011

VIII Premio Setenil

La semana pasada me comunicaron desde la Concejalía de Cultura del Ayuntamiento de Molina de Segura que Pasadizos estaba entre los diez finalistas del VIII Premio Setenil al Mejor Libro de Relatos Publicado en España 2011. Ésta es la lista completa:


‘Los ojos de los peces’, de Rubén Abella (Menoscuarto)

‘Vidas prometidas’, de Guillermo Busutil (Tropo)

‘Pasadizos’, de Juan Herrezuelo (Instituto de Estudios Almerienses)

‘Tanta pasión para nada’, de Julio Llamazares (Alfaguara)

‘Los pobres desgraciados hijos de perra’, de Carlos Marzal (Tusquets)

‘El heladero de Brooklyn’, de Fernando Molero Campos (Alhulia)

‘Los muertos, los vivos’, de Beatriz Olivenza (Torremozas)

‘Ficcionarium’, de Fernando Palazuelos (Baile del Sol)

‘Distorsiones’, de David Roas (Páginas de Espuma)

‘Cuentos rusos’, de Francesc Serés (Mondadori)


Mi gratitud hacia quienes hayan estimado que Pasadizos merecía estar entre estos diez finalistas.

viernes, 9 de septiembre de 2011

La Tertulia de la Calle Suipacha

José Luis Campos -el camarada poeta-, Francisco Ortiz y
quien esto escribe, Juan Herrezuelo (2011)

Desde que me planteé la posibilidad de reunir en un libro (después titulado Pasadizos) una serie de relatos que parecían condenados a la dispersión, y romper con él un silencio que ya duraba demasiado, decidí que era una oportunidad única para rendirle homenaje a la tertulia literaria de la que formé parte entre finales de los ochenta y mediados de los noventa, es decir, entre mis veinte años y mis  veintisiete, más o menos. Hasta entonces, lo mío con la literatura había sido una pasión casi secreta, una doble vida, el otro lado del espejo, el sueño a través del cual accedes a tu vida real, todo un mundo privado que llevaba construyendo desde muy niño, y en el que de pronto tuvo cabida el paisaje de un mundo similar, una pasión casi idéntica por las mismas cosas y muchos principios de los que carecía y que me ayudaron a poner orden en todo aquello y a convertir una pasión en una vocación. Yo era ya un lector compulsivo desde los nueve años; algo de eso he escrito por aquí y no quisiera repetirme. De aquellas lecturas nacieron tentativas de relatos llenos de misterio, que yo comenzaba a escribir con una letra concienzuda y no pasaban de un primer capítulo o unas primeras páginas. Como leía también obras de teatro, esas tentativas de escritura habían dado igualmente algún que otro Acto primero. Y a los veinte años descubrí, más o menos al mismo tiempo, a Francis Scott Fitzgerald y a Julio Cortázar, y quedé deslumbrado por ambos. Son los dos autores a los que más extensa y apasionadamente he leído desde entonces, pero no estoy seguro de que su influencia sobre mí hubiese sido la misma si por esas mismas fechas no se hubieran cruzado en mi camino aquellos dos tipos con los que acabaría fundando una tertulia, si yo no hubiera podido comentar con ellos las lecturas que iba haciendo, enriquecerlas con sus propias lecturas.

Una foto para el recuerdo: de izquierda a derecha, Miguel Ángel Muñoz, José Luis Campos, Francisco Ortiz y Juan Herrezuelo (enero 1990). En el reverso está escrito: Generación Superviviente (?)

En muy poco tiempo se tejió entre nosotros tres, Paco, José Luis y yo, cada cual con sus propias inquietudes, una red de complicidades basada fundamentalmente en la literatura, el cine y la música, aunque no sólo en eso. Por cierto, que por entonces seguíamos muy atentamente a una nueva generación de jóvenes narradores, Julio Llamazares, Muñoz Molina, Martínez de Pisón, Jesús Ferrero, García Sánchez, Justo Navarro... Eran los que más inmediatamente nos precedían, y la mayoría de ellos llegaba de provincias, lo que nos daba más aliento. 
El primer relato de Cortázar que me había sacudido fuerte se titulaba “Carta a una señorita en París”, aquél que comienza con un, para mí, memorable “Andrée yo no quería venir a vivir a su departamento de la calle Suipacha, no tanto por los conejitos sino porque me duele ingresar en un orden cerrado”, y cuando el trío se convirtió de forma natural e impremeditada en una tertulia literaria con cita fija, se decidió darle a aquello el nombre de "Tertulia de la Calle Suipacha" y abrirlo a más participantes. Bien, nunca más he sentido tan real eso de crecer por dentro. Aquellos sábados por la tarde se fue tallando minuciosamente el escritor que acabé siendo, con cada autor que fuimos descubriéndonos los unos a los otros, con cada relato que nos planteábamos como un reto común.

Juan Uceda (1957-2001), inolvidable amigo
y autor de "El Caníbal y otros cuentos"
Aquella tertulia, como he dicho, creció en participantes y luego se redujo de nuevo; pasó a ser durante seis meses un programa de radio llamado Estación Suipacha; a uno de los fundadores se lo llevó lejos una historia de amor, el teatro de operaciones cambió varias veces de emplazamiento, se filtraron nuevas pasiones, como la fotografía o la música clásica; nos enfrentamos a la experiencia de la muerte, ya tiempo después, cuando uno de los nuestros, Juan Uceda, perdió de un día para otro la dura batalla que libraba desde hacía años con la enfermedad. Ya para entonces, esa escuela de aprendizaje que había sido la tertulia, esa especie de monasterio saholín de mutuas enseñanzas, quedó abierta por los cuatro costados, sus discípulos nos echamos al camino de la vida real y yo volví a ser de nuevo, hasta hace bien poco, el hombre solitario con su solitaria pasión por la literatura.

La existencia de Pasadizos, e incluso la de este mismo blog, es -fue desde el principio- mi forma de transmitirles mi recuerdo, mi afecto y mi gratitud a todos ellos: a José Luis Campos, a Francisco Ortiz, a Miguel Ángel Muñoz, a Antonia Moreno Cañete, a Juan Uceda, a Carlos Espinar, a Ana Fernández Hagen, a Isabel María Díaz Díaz, a Jacinto Castillo… (Sin olvidar a Juanma Cidrón, que no perteneció a la Tertulia pero acogió nuestra Estación dentro de ese maravilloso invento radiofónico llamado La Escalera Mecánica).
Scott Fitzgerald escribió que “un escritor puede andar dando vueltas alrededor de sus aventuras después de los treinta, después de los cuarenta, después de los cincuenta años, pero los criterios según los que se sopesan y valoran tales aventuras quedan irremediablemente fijados a la edad de veinticinco años”. Así fue también para mí, y mis veinticinco años tienen mucho que ver con aquella experiencia, aunque también con otras menos literarias y un poco más disolutas. Pero eso es ya una historia.