sábado, 23 de junio de 2012

Negroni


                                                           (JFH)

No hay cóctel de entre los grandes que no tenga perfectamente identificado su origen, es decir, un espacio y un tiempo iniciales y unos artífices. El nacimiento del Negroni, ese rubí líquido y tintineante, tuvo lugar en la Florencia de los años veinte, en el aristocrático Café Casoni, ya desaparecido. Fue en ese preciso lugar donde un lacónico barman llamado Fosco Scarselli y el conde Camillo Negroni determinaron hacer que las dos partes iguales de que constaba el Americano, el trago habitual del conde, es decir, Vermut Rosso y Bitter Campari, se convirtieran en tres, con el añadido, más internacional, de la ginebra.
 
Estoy con José Luis Garci en que el Negroni es una bebida para beber en terraza, a la hora en que de toda la vida se ha tomado el vermú: antes de la comida. Se sirve, con cubitos y rodaja de naranja, en vaso old fashioned, ancho y bajo, cuyo cristal traspirará una humedad fría y esmerilada. La terraza: italiana, a ser posible; por qué no en Venecia, por ejemplo, cerca de las mesas separadas que ocupan Rossano Brazzi y Katherine Hepburn poco antes de conocerse en Locuras de Verano (¡Camariere!)...



...o en Roma, un poco más allá de aquella otra mesa en la que Gregory Peck hace caer al suelo a Eddie Albert en presencia de la otra Hepburn, Audrey. Digamos que el Loser es hoy cualquier terraza así en cualquier piazza semejante. Y aconsejo acompañar el momento con una buena novela italiana, Bassani, Calvino, Moravia, Buzzati, Lampedusa... Giusseppe Tomasi de Lampedusa... Sí, Il Gattopardo, de 1958... Sí, sin duda éste es el libro que tenemos en las manos...

Dejemos una cosa clara: en las páginas de El Gatopardo no cabe en modo alguno el Negroni, y no sólo porque la historia transcurra en la segunda mitad del siglo XIX, sino porque este elegante bebedizo florentino no parece probable en la Sicilia de mil novecientos cincuenta y tantos, que es cuando fue escrita. Ocurre que para quien esto escribe se trata de la novela italiana por excelencia. La leí tarde, hace apenas tres años, y recuerdo haber salido de ella como quien al alba sale de un palacio donde se ha celebrado una fiesta inolvidable, cargada de momentos sublimes, unos pequeños, otros suntuosos...

No más de diez novelas en toda mi vida me han procurado un placer tan hondo como ésta del Príncipe de Lampedusa -bueno, acaso algunas más de de diez, pero ya en la remotísima primera adolescencia, cuando el acto de leer estaba desprovisto de todo análisis técnico y resultaba tan sencillo enrolarse en La Hispaniola o visitar el 221 B de Baker Street-. Que esta maravillosa novela llegara a existir se debe al hecho de que a mediados del siglo XX un noble, que hasta ese momento no había pasado de ser un ocioso y diletante heredero de un título nobiliario en una República, se destapara como un incisivo lector de Stendhal y Proust: sólo de este modo fue posible que la decadencia de una clase social, la más privilegiada, la más endogámica, la suya, fuera retratada desde dentro con tan bellísimos y profundos trazos. No se trata de una decadencia que experimentara Lampedusa en carne propia: él ya era el refinado testimonio de una clase social desaparecida como tal. El derrumbe había ocurrido casi cien años antes, de una generación a otra, con el ascenso de una burguesía compuesta de nuevos ricos. Aunque más que de un derrumbe habría que hablar de un cambio, un cambio total para que todo siguiera como estaba.

De 'señores' como el príncipe Fabrizio Salina, el protagonista, dice un personaje que vive entre ellos, respondiendo a otro y tratando de explicar por qué son incapaces de inquietarse ante una situación política que les es desfavorable como un lento veneno: «Viven en un universo particular que ha sido creado no directamente por Dios, sino por ellos mismos durante siglos de experiencias especialísimas. Poseen una memoria colectiva muy poderosa, y por lo tanto se turban o se alegran por cosas que a usted o a mí nos importan un rábano, pero que para ellos son vitales porque están en relación con su patrimonio de recuerdos, de esperanzas y de temores de clase. He visto a don Fabrizio ponerse furioso, él que es hombre serio y prudente, por el cuello mal planchado de una camisa. Y sé positivamente que el príncipe Lascari no pudo dormir de furor toda una noche porque en un banquete en la Lugartenencia le dieron un puesto equivocado».

El Príncipe de Salina, un memorable Burt Lancaster, asume durante el baile que su tiempo 
ha pasado y que se encamina hacia la muerte

Una de las cimas de la novela está en el recorrido que durante días y días realizan dos enamorados por las casi infinitas e intrincadas estancias de uno de los enormes palacios de los Salina, el de Donnafugata (y es que un palacio del que se conocieran todas las habitaciones no sería digno de ser habitado, según don Fabrizio.) Bastaría leer ese capítulo para entender lo que trato de explicar: cómo la literatura puede llegar a ser tan pero tan hermosa. Otra cima es, naturalmente, el baile...

Todo lector lo sabe: cada lectura tiene su momento. El Gatopardo y yo teníamos que encontrarnos en un preciso instante de mi vida, hace tres años, y en un ejemplar que dormía en mi biblioteca desde mucho tiempo atrás, una vieja edición de 1963, comprada quién sabe cuándo en alguna feria de libro antiguo o en alguna librería de lance. Y ahí llegó de pronto: el puro y absoluto placer de leer, de gozar de unas descripciones que son físicas y espirituales y poseen varias capas de interpretaciones posibles. Y después (pero sólo después), llegar a la película de Visconti: tal vez estemos ante un caso único, el de una obra maestra de la literatura convertida también en una obra maestra del cine.  Y desde luego, don Fabrizio Corbera, Príncipe de Salina, será para siempre ese inconmensurable y conmovedor Burt Lancaster. El primer brindis con el Negroni puede ser por él. El segundo, por nosotros. Salud.
 

miércoles, 13 de junio de 2012

Esos rostros en la montaña

San José, Níjar: un gigante al sol (JFH)

¿Quiénes son -o fueron- esos gigantes cuyos rostros parecen eternizados en una montaña, imperturbables, titánicos, asombro de criaturas tan pero tan fugaces como nosotros? No esos monumentales rostros tallados por la mano del hombre, no budas, ni faraones, ni presidentes, ni jefes indios, sino esos otros seres inconcebibles, de vida lentísima, sólidamente acomodados a la roca y sin embargo cambiantes, aunque no ante nuestros ojos; rostros acaso un poco menos adustos que hace cientos de miles de años, o un poco menos beatíficos, moldeados por una sucesión interminable de lluvias y de torrentes y de vientos, por una constante pero inapreciable transformación geológica.

 El Peñón de los Enamorados, en Antequera: un gigante dormido (JFH)

Una de esas colosales figuras le sirvió a Nathaniel Hawthorne para escribir a mediados del XIX un bellísimo relato titulado precisamente así, The great stone face, el gran rostro de piedra: esculpido por la naturaleza en una cordillera, imponente frente a un valle fértil y densamente poblado, una antiquísima leyenda afirmaba que algún día nacería en sus proximidades un niño que con el tiempo llegaría a ser el hombre más importante de su época y en cuyo semblante se concentrarían de adulto las exactas facciones de aquel mítico rostro de la montaña. Era una profecía transmitida de generación en generación, anterior incluso a los más remotos antepasados de los indios que un día habitaron aquellas tierras, susurrada en su origen por la corriente de los arroyos y el silbido del viento entre los árboles. Durante la larga y sencilla vida del protagonista del relato, son varios los personajes en quienes los habitantes del valle quieren ver el cumplimiento de la profecía, hombres que regresaron a su tierra después de una larga y fructífera vida: el comerciante inmensamente enriquecido, el general victorioso en mil batallas, el estadista de convincente oratoria, el sensitivo poeta. El oro, la espada, la política y las letras: ¿En quién se habrá encarnado realmente el Gran Rostro de Piedra?

 Machu Picchu: para deshacer el ardid basta con inclinar la cabeza hacia la izquierda 
hasta devolver la fotografía a su horizontalidad original
 
"Había gigantes en la tierra en aquellos días", dice el Génesis, gigantes que convivían ya -o aún- con los hijos de Dios y las hijas de los hombres (extraña distinción filial entre sexos). ¿Son estas caras que han llegado hasta nosotros testimonio de aquellos seres antediluvianos? ¿O son tan sólo la versión imperecedera de esas otras formas que de pronto creemos reconocer en una nube y que al instante se disipan?

miércoles, 6 de junio de 2012

Tributo a Philip Roth












Para quienes todavía no son viejos, ser viejo significa que has sido. Pero ser viejo también significa que, a pesar de haber sido, además de haber sido y aunque hayas sido en exceso, sigues siendo.

PHILIP ROTH
El animal moribundo





Philip Roth vaticinó hace cuatro años la victoria de las pantallas sobre la página impresa, la desaparición del lector, el fin de un hábito que exige concentración, soledad, paciencia, imaginación. No se tratará de una desaparición absoluta, claro: leer será poco menos que una excentricidad minoritaria. Bien, yo seré uno de esos excéntricos; de hecho, me he sentido así buena parte de mi vida, pues al parecer en los estertores del libro yo he venido empeñándome en no leer los libros que lee todo el mundo, precisamente, las costuras, los códigos, las sombras, las catedrales, los hombres que no amaban a las mujeres... Y en mi ermitaña excentricidad, volveré una y otra vez a las novelas de Philip Roth.

Me cuento entre quienes lo consideran el mejor escritor vivo. No todas sus novelas brillan a la misma altura, está de más decirlo, pero consideradas todas ellas en su conjunto no cabe duda de que estamos ante una de las más extraordinarias obras literarias concebidas a partir de mediados del XX. La abrumadora emoción que me produjo Pastoral americana, que a su vez multiplicaba la que me había causado ya La mancha humana y era rotundo anticipo de la que me causaría inmediatamente después Patrimonio, hizo que lo considerase ya uno de mis escritores predilectos, un maestro entre mis maestros. Después han venido muchas otras novelas suyas, entre ellas toda la saga de Nathan Zuckerman, del primer fantasma al último (del Ghost writer al Exit Ghost, la despedida de su alter ego literario): miles de páginas, un riquísimo entramado de personajes, de situaciones, de rabia, de sexo, de tragedia, de burla, de muerte, de enfermedad, de vejez, de éxito, de fracaso, de incorrección, de judaísmo y, sobre todas las cosas, de pequeños y minuciosos detalles. «La multitud de los detalles es lo que da la sensación de realidad en la literatura», le dijo a Antonio Muñoz Molina en el 2005. 

Escapa a mi capacidad crítica, tan limitada, por otra parte, el poder esbozar un breve apunte que dé una idea de su trayectoria literaria, ni siquiera de la apreciación que yo tengo de ella. Dice un personaje de Roberto Bolaño que la vida de un hombre solamente alcanza para disfrutar a conciencia de la obra de otro hombre, y tengo para mí que esto es muy cierto cuando hablamos de hombres –y mujeres- de una capacidad creativa tan elevada. ¿Podemos decir, honestamente, que hemos extraído todo lo que un libro contiene en mucho menos tiempo del que su autor tardó en escribirlo, si se trata de un grande de la literatura? ¿Podría yo explicar en folio y medio la obra de Philip Roth, insinuar una valoración, siquiera? 

En la vastedad de esta obra, que el escritor de Newark, Nueva Jersey, ha llevado a cabo con la aplicación de un juramentado de la literatura, caben una infinidad de ideas fundamentales que explican todo un universo mental. Por ejemplo, que «todos somos invenciones recíprocas, todos somos imágenes evocadas por la magia de todos los demás. Todos somos autores recíprocos» (La contravida). Por ejemplo, que «en las clases de historia del colegio aprendimos que todo lo que era “inesperado” en su época está registrado en la página como inevitable. El terror de lo imprevisto es lo que oculta la ciencia de la historia» (La conjura contra América). Por ejemplo, que la felicidad, un sentimiento estadísticamente anormal, debiera tal vez ser clasificada como trastorno psiquiátrico e identificada en los manuales médicos con un nuevo nombre: trastorno afectivo de primer grado, del tipo placentero (El teatro de Sabbath). 

La concesión del Príncipe de Asturias de las Letras viene a corregir al fin una situación un tanto absurda: el empeño de este Premio, hasta hoy, en darle la espalda al escritor más importante de nuestro tiempo. Y yo me siento afectiva y placenteramente transtornado por ello.



(Apenas acabadas estas líneas, me llega la noticia de la muerte de otro de los grandes escritores del siglo XX: Ray Bradbury.  Esta noche regresaré a las páginas de esa obra maestra absoluta y tan sorprendente que es Crónicas marcianas. Abro aquí, como homenaje, sendos pasadizos hacia quienes tan bien escribieron sobre el libro: Francisco Machuca y Francisco Ortiz)


Retrato de Philip Roth: Escolástico Fernández

domingo, 3 de junio de 2012

Celeste Aida

«Aida "dibujanta" y Juan bombero», por Isidre Monés


La vi por primera vez hace exactamente nueve años, exactamente a la hora en que estas palabras serán publicadas aquí. Es el único momento de mi vida hasta hoy que no se ha convertido ni podrá convertirse nunca en pasado, lo supe entonces y lo sé ahora: no hubo un minuto antes ni habrá un minuto después, hay un instante fuera del tiempo en el cual la persona que yo había sido hasta llegar a él y la que sería de ahí en adelante fijan los ojos en esa criatura amoratada y húmeda y pegoteada de sangre, tan hermosa, suspendida entre las manos de un médico, por primera vez grávida, por primera vez sintiendo el aire en su piel y en las aletas de su diminuta nariz y en sus párpados apretados, recién extraída a la fuerza de su paraíso materno, expuesta a la luz, estrenando instintivamente el miedo y el desconcierto. 

Pero el tiempo ha pasado, es evidente; ese instante preciso de hace nueve años sigue siendo presente, pero nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos. No lamento en qué he ido convirtiéndome, el deterioro físico que se acelera pasados los cuarenta, la huella de tantos desengaños; lamento que ella vaya a ignorarlo todo de aquél que fui mientras la soñaba y soñaba otras vidas y las creía realmente posibles. Ay, asombro de nueve años en un suspiro, de nueve años ya y cómo es posible, y cuántas cosas se acumulan en ella, tan crecida, qué ancho es el pasado en su corta vida, qué breve para mí el tiempo que me aleja de aquel presente. Quién lo diría, familiarizada ya con el uso de pantallas táctiles y teclados y mandos inalámbricos. En ella caben Hannah Montana con peluca y Marilyn Monroe tocando el ukelele, y Audrey Hepburn cortándose el pelo durante unas vacaciones en Roma; caben Phineas y Ferb pero también Josephine y Dafne, saxo y contrabajo de voces melifluas que ella imita, caben Doraemon y Harpo Marx y dos huevos duros; caben polígonos y ángulos, y divisiones entre cuatro cifras, y palabras agudas, llanas y esdrújulas, y el sistema solar y las partes de que consta una planta y los mejores chistes de Jaimito, caben varias fiestas de fin de curso y sus canciones y coreografías, y cabe la marcha Radetzky cada primero de año, cabe el chi chi pego, ay, ay, y también el Himno de la alegría en las cuerdas de su violín, caben Isla Mágica y El Escorial, caben las primeras noches fuera de casa y sus primeras mejores amigas y los gestos y expresiones que les son comunes en su complicidad, caben la rabieta y el abrazo, la guerra de almohadas, el castillo de arena, el chinchón y las siete y media, la academia de inglés dos veces por semana, y cabe, sobre todo, la entrega absoluta de su madre, todo ese amor maternal que apenas cabe de tan desmedido pero cabe, y cabe el álbum de las Monster High y el primer capítulo del Quijote, que ella misma volvió a pedirme hace tres noches que le leyera antes de dormir.

Y cómo imaginar a mis dieciséis años que quien ilustraba aquellas míticas portadas del Club del Misterio que tanta fascinación ejercían en mí, antesala perfecta a las lecturas que cambiaron mi vida, nos dibujaría un día a ella y a mí, yo vestido de bombero, tal y como ella me dibujó antes a sus cinco años, quién sabe por qué. A Isidre Monés le debo -le debemos- uno de esos regalos inesperados que se agradecen para siempre. Mirándolo por primera vez, ella me preguntó, sonriente e intrigada: « ¿Y cómo sabe tu amigo que mamá a veces me hace dos coletas?». «Ah, misterio», le dije. (Gracias de nuevo, Isidre, en su nombre y en el mío).

Ahora que suene aquí, en portentosa voz, aquella canción que yo le susurraba a ella junto a su cuna, hace tanto tiempo ya, apenas un instante...






"Celeste Aida, forma divina,
mística corona de luz y de flores,
eres la reina de mis pensamientos,
eres el esplendor de mi vida.
Quisiera devolverte tu hermoso cielo,
las dulces brisas de tu suelo patrio;
posar una corona real sobre tus cabellos,
erigirte un trono junto al Sol..."