miércoles, 26 de septiembre de 2012

Ángel, de Ernts Lubitsch


La última fotografía que el barman ha colgado en las paredes del Loser, junto con las del resto de perdedores ilustres que en el cine (y la literatura) han sido, es la del trío protagonista de Ángel, de Ernst Lubitsch, 1937. Si no se decidió por la imagen de uno solo de los tres personajes que forman este memorable triángulo amoroso fue, en parte, porque sería tal vez una forma de desvelar el final de la película, pero sobre todo porque con ello estaría dando una engañosa interpretación de esta historia en particular y del desenlace de todos los triángulos amorosos en general. Ni María ni sir Frederick Barker ni Anthony Halton (o dicho de otro modo: ni Marlene Dietrich, ni Herbert Marshall ni Melvyn Douglas) acaban ganado esa felicidad que está ausente de sus anhelantes miradas a lo largo de toda la película. Nadie gana en estos casos: quien es finalmente desestimado, por razones evidentes; quien ha de elegir entre dos, porque toda elección lleva aparejada una renuncia; quien conservó o conquistó el vértice en disputa, porque la persona amada y él serán ya para siempre una pareja de tres miembros.

Cuesta creer que Ángel estuviera considerada durante años una obra menor dentro de la filmografía de Lubitsch. Hoy se ve con absoluta fascinación, casi con incredulidad, que es uno de los sentimientos que siempre despierta la inspiración del genio: cómo es posible tanta clase, cómo es posible llegar tan lejos en cada una de las escenas, e ir enlazándolas todas con un ritmo tan preciso, tan natural. Cómo son posibles unos diálogos tan pero tan brillantes, capaces de provocar la sensación de que el tiempo queda en suspenso, como si tratara de un misterio que habrá de resolverse con una última réplica. Hacía varias décadas que no seguía con tan reverencial admiración el desarrollo de una película: la vi por primera vez hace apenas tres meses, y al hechizo contribuyó el total desconocimiento que yo tenía de ella, y también, de manera determinante, la presumible restauración o digitalización a la que habrá sido sometida, tratamiento que la ha rescatado de ese marchito aspecto que tenían hasta hace poco todas las películas de los años treinta y la ha devuelto la asombrosa belleza de su fotografía en blanco y negro y la limpieza de su sonido original.


Seguramente habrá sido Billy Wilder quien más veces se encontrara en la circunstancia de intentar explicar el llamado Lubitsch touch, el toque Lubitsch, y casi siempre prefirió hacerlo mediante algún ejemplo antes que con una definición (acaso porque en el fondo sea indefinible).  Nadie mejor que Wilder para referirse a esa manera de ir más allá en el planteamiento de una escena: co-escribió el guión de dos de sus mejores películas y durante toda su carrera lo tuvo por maestro: el criterio por el que se guiaba a la hora de escribir sus propias películas, todas ellas, era una pregunta que tenía enmarcada frente a su mesa de trabajo: How would Lubitsch done it?, ¿Cómo lo hubiera hecho Lubitsch? La fórmula estaba más o menos clara: “La mayoría de los cineastas”, dijo Wilder, “calculan ante el público: dos más dos igual a cuatro; Lubitsch decía dos más dos, y dejad que el público obtenga el resultado por su cuenta”.

En Ángel no hay uno, dos o tres toques Lubitsch: toda la película es un entramado de ellos, concéntricos como las ondas que una piedra abre en el agua, sutilmente encadenados, sobrepuestos. Todo el arte cinematográfico Ernst Lubitsch tiene como principio el juego de inteligencia que establece con el espectador: juega con nuestra inteligencia como Hitchcock lo hace con nuestra capacidad para experimentar la intriga y el miedo, como otros lo hacen con nuestra emotividad o nuestra paciencia.



París. A través de las ventanas atisbamos el interior de un exclusivo club, cuya naturaleza licenciosa deducimos sumando lo que ocurre en cada una de sus habitaciones;  en uno de sus discretos salones, envuelto en el inevitable equívoco inicial, se producirá el encuentro que dará lugar a un fugaz romance de una noche: ella es una Marlene Dietrich deslumbrante dentro de ese arquetipo de sí misma que la convirtió en leyenda: sofisticada, enigmática, de oscuro pasado, distante, inalcanzable, extrañamente triste (“Tu nombre empieza como una caricia y acaba como un latigazo”, dijo de ella Jean Cocteau). Él, Melvyn Douglas, es un americano que sólo pretendía pasar una velada en agradable compañía femenina y acaba enamorado de una mujer cuyo nombre no conoce y a la que llama Ángel  Londres, unos días después. Un caballero inglés regresa a su mansión después de realizar un importante viaje diplomático y encuentra a esa misma mujer impecablemente dormida en su cama, la misma mujer que aparece junto a él en una fotografía que hay sobre la cómoda.

Los momentos más importantes de Ángel suceden fuera de cámara; no es que se nos oculten, es que son contados de manera indirecta, a través del rostro de una violetera, o de un cenicero lleno de colillas entre las sábanas de una cama, o del reverso de un portarretratos, o de los platos de la cena que el servicio va retirando, o del auricular de un teléfono dejado sobre un aparador. Más que la elegancia de los personajes o de los interiores en que se desarrolla la historia, que es mucha, seduce la extrema elegancia de la puesta en escena, ese suave avanzar sin un solo instante de transición, como si una escena no diera paso a otra sino que la engendrara, o como si fluyera mansamente a través de las innumerables puertas que se abren y se cierran, constantemente, sin la comicidad apremiante de un vodevil: lentamente los personajes entran y salen, proponen y abandonan, se exponen y se protegen. La economía de gestos y movimientos de que hacen gala los personajes encuentra justa correspondencia en un ritmo suave, apenas subrayado por otra música que la que juega un papel fundamental en la trama, improvisada por un violinista y nunca olvidada por los fugaces amantes. Todo está, en fin, a una altura artística tan elevada, que uno sale de ella, sobre todo la primera vez, con la conciencia de estar gozosamente cautivo en sus imágenes y en sus voces. No sé explicarlo de otro modo.



domingo, 16 de septiembre de 2012

My huckleberry friend


Johnny Mercer, 1909-1976
Mientras escribo, empieza a sonar, en la voz de Sinatra, Laura, composición de David Raksin para la película del mismo título, a la que puso letra Johnny Mercer en 1945… Laura is the face in the mysty light… Amo la llamada música popular norteamericana del siglo XX, pero reconozco que no he sido nunca de los que indagan demasiado en el origen de las canciones que yo mismo repito en un idioma completamente inventado, donde vagamente suena aquí o allá alguna palabra en inglés y, a veces -raras veces-, todo un verso literal. Soy capaz de relacionar varias de esas inmortales melodías con el nombre de sus compositores, sobre todo Gershwin o Cole Porter, y más allá de eso sólo me muevo con familiaridad entre las voces de quienes las interpretaron: Frank Sinatra en primer lugar, claro, y Fred Astaire, Nat "King" Cole, Bing Crosby, Ella Fitzgerald, Judy Garland, Dean Martin, Sharah Vaughan, Tony Benett, Lena Horne, Rosemary Clooney... En fin, la lista es larga, y conocida. Nada sabía, pues, de Johnny Mercer hasta hace poco, salvo que su nombre estaba asociado al de Harold Arden en la autoría del mítico tema One for my baby, que Sinatra elevo a la cima de las llamadas song bar, pero que Arden y Mercer no escribieron para él, sino para que fuera interpretada por Fred Astaire en una película titulada El límite es el cielo (The Sky’s the Limit, 1943): Ah, la escena es digna de ver, créanme -llega hasta el minuto 5,48-: Astaire, dicen, era el intérprete favorito de Mercer, y sólo un tipo con un absoluto dominio del ritmo y de su propio cuerpo podía moverse con tanta rabia y, a un tiempo, tan virtuosa delicadeza sobre la barra de un bar (un bar mucho más elegante que el Loser, por cierto):



Hace un par de meses tuve la oportunidad de ver un documental sobre la vida de Johnny Mercer presentado por Clint Eastwood, The Dream’s on Me, y quedé fascinado tanto por una carrera empedrada de letras memorables como por una vida a la altura de las mismas. Porque Mercer fue, fundamentalmente, letrista: hijo de una acomodada familia del profundo sur, quizá habría podido dedicarse a la literatura de no haber mediado una temprana pasión por la música; poemas son sus canciones, en cualquier caso, más de 1.500, y en ellas encontramos esa impronta típicamente sureña de autores como Faulkner, Capote, Tennessee Williams, Flannery O’Connor o Harper Lee. Es fácil entender que el lugar que ocupan todas estas canciones en la cultura popular norteamericana se debe en buena parte a las letras, pero al español medio siempre se le escapará la historia que contienen, o al menos una buena parte de ella y sin duda el sentido exacto de muchos de sus versos. Incluso teniendo un aceptable nivel de inglés, hay brillantes juegos de palabras que no son sencillos de captar, y en las traducciones se pierde la rima, que juega un papel no menor en el original de estas canciones, e incluso, buscando una traducción que vaya más al significado y menos a la literalidad, se perderá igualmente el ritmo musical que imprime la métrica.

Supe, pues, que Mercer alcanzó éxito y prestigio en los años treinta y cuarenta, en Broadway y sobre todo en Hollywood; que ya era casi una leyenda en los cincuenta, precisamente cuando su estrella parecía que podía ir apagándose como consecuencia de la introducción en la música americana de nuevos ritmos cuyos consumidores naturales pedían unas letras menos sofisticadas; y supe, en fin, que a comienzos de los años sesenta en su camino vino a cruzarse providencialmente el de Henry Mancini: de ese encuentro surgieron, entre otras canciones, Moon River, Days of Wine and Roses y Charade, ganando su tercer y cuarto Oscar con las dos primeras.

Y es un verso de Moon River, precisamente, el que justifica todo este texto, que pretendía ser mucho más breve de lo que ha resultado al final: prometo que mi idea era haber hecho una simple introducción a este otro texto al que deseo conducir a todos cuantos pasen por el Loser. Lo encontré casualmente en una página llamada SINERIS, Revista de Musicología. En él se cuenta, y de manera brillante, la historia que hay detrás de uno de mis versos favoritos de todos cuantos han dado forma a una canción, cualquier canción, y que siempre, siempre, consigue emocionarme, la cante y quien la cante: ... my Huckleberry friend. Y es que se dice que Audrey Hepburn, para quien Mancini había compuesto expresamente la canción, no acababa de estar convencida de cuál pudiera ser el significado real de ese juego de palabras: ‘huckleberry’ es arándano: ¿El amigo arándano?, ¿El amigo de los arándanos?... Sí, sí, era evidente la identificación con el Huckleberry Finn de Mark Twain, y que eso sugería ciertas imágenes y cierta manera de entender la amistad y todo eso, pero ella, la dulce Audrey..., en fin, que no acaba de estar cómoda con aquel juego de palabras. Es entonces cuando Mercer, según este texto, le dio una larga y magnífica explicación.... Invito a todos a abrir esa trampilla que hay tras la barra del Loser y recorrer el pasadizo que conduce a esta historia que llevo semanas leyéndole a todo aquel que quiere prestarme oídos: Acompáñenme por AQUÍ.



Nunca nadie ha cantado Moon River como Audrey Hepburn, sin duda, pero he querido traer hasta el escenario del Loser no la justamente célebre y admirada escena de Desayuno con diamantes, sino una versión menos conocida y, a mi juicio, tan emotiva. No en vano se trata de Judy Garland, con quien Mercer mantuvo un intenso y breve romance en 1941, cuando él estaba casado y ella, con 19 años, era aún poco menos que la adolescente de América (y estaba además a punto de contraer matrimonio). Dice el biógrafo de Mercer que los sentimientos hacia ella nunca desaparecieron del todo, y que incluso pueden rastrearse en varias de las letras de sus canciones. En esta grabación de 1963, para su show de televisión, nos encontramos a esa Judy Garland que había atravesado por las más penosas crisis emocionales, que había luchado contra la desolación y las adicciones. En su rostro, donde aún no han desaparecido del todo los cándidos rasgos de la Dorothy-Dorita de El mago de Oz o de la tantas veces compañera juvenil de Mickey Rooney, se puede apreciar también la huella de todas las pesadumbres vividas. Judy murió seis años más tarde, con tan sólo 47.


domingo, 9 de septiembre de 2012

Mitología del espejo

Antonio López. Lavabo y espejo. 1963










Espejos: jamás se ha dicho todavía con certeza
lo que sois en vuestra esencia.
Vosotros, colmados de intervalos de tiempo
como los intersticios de un cedazo.
Vosotros, pródigos de la sala vacía...
Rainer Maria Rilke
Sonetos a Orfeo

¿Es de extrañar que a veces nos miremos desde el espejo con algo parecido al miedo, siendo tan cierto que no podemos estar seguros de quiénes acompañan a nuestros reflejos cuando no los vemos, cuando no estamos ahí para hacerles aparecer, cuando los dejamos solos?

Veamos: Jurgis Baltrušaitis (1903-1988), en su excelente libro El espejo (“Ensayo sobre una leyenda científica”), nos dice que el griego Pausanías atribuyó a los cuerpos reflectantes la capacidad de hacer aparecer fantasmas, y también que Lucrecio afirmó: “El mundo entero está lleno de simulacros invisibles que se desprenden de la superficie del objeto, girando al azar en la atmósfera, y adquieren apariencia cuando golpean en una pantalla reflectante”. Podemos decir, pues, que sumados los vivos y los muertos se deduce que la población de los espejos es mucho mayor que la de este otro lado, pero también que nuestra imagen en los espejos conoce el secreto de los fantasmas.

¿Y aquella antigua asociación del espejo con las prácticas de brujería? En efecto, en una bula de Juan XXII aparece la siguiente afirmación referida a los participantes de un aquelarre: “A veces encierran a los demonios en un espejo para interrogarlos”. Pareciera como si los acólitos del demonio utilizaran el espejo de la misma manera que utilizaban en sus sacrificios pequeños corderos blancos, niñas impúberes y todo cuanto hiciera referencia a la pureza. Para ilustrar una vieja sentencia medieval según la cual “el espejo es el verdadero culo del diablo”, Baltrušaitis nos recuerda un detalle de El jardín de las delicias, de El Bosco, en el cual aparece un espejo de acero recubriendo las nalgas de un personaje monstruoso que se arrastra bajo el trono de Satán.

 El Bosco. El jardín de las delicias. El infierno.

Por su parte, en el libro Los abusos de los espejos, Bernardo Cesi establece una cronología mítica de la la progresiva corrupción del espejo. Nos dice cómo en el comienzo de los tiempos el mundo era tal y como uno se lo imagina: limpio y claro. Los espejos naturales existían para que los hombres pudieran conocerse, y sus primeras revelaciones habrían tenido lugar en la edad pastoril, cuando el hombre vivía en un ambiente que ignoraba los artificios. Cesi menciona un pasaje de Virgilio en el que da cuenta de las distintas etapas en que fue “degradándose” el uso del espejo: los hombres de aquel tiempo, dice, no empleaban aún como instrumento de vicio lo que había sido creado para su propio bien, y no utilizaban para el libertinaje y el lujo los inventos de la Naturaleza. El azar enseñó a cada uno su rostro. Luego, como el amor que los hombres sentían naturalmente por sí mismos les hacía encontrar placer al mirar sus propios rasgos, bajaban a menudo la vista hacia objetos en los que habían visto su imagen…

Todos los espejos el espejo: El espejo de Venus, del que procede el símbolo femenino, una circunferencia en cuya parte inferior va unida una pequeña cruz, y la catoptromancia, o el arte de la adivinación por medio del espejo, y los espejos rotos, desazón de supersticiosos, y el espejo mágico de la perversamente vanidosa reina de Blancanieves, y el espejo franqueable de Alicia, y la misma cara, sin ir más lejos, que es el espejo del alma y por tanto muchas veces un espejo frente a un espejo, y también el espejo como arma, ese espejo ustorio que Arquímedes usó para quemar y destruir la flota romana que asediaba Siracusa, y el espejo de tinta, que según refirió Borges fue aquél que un hechicero vertió en la mano ahuecada de un tirano del Sudán y en cuya superficie podían verse todas las apariencias del mundo, y el espejo acuático de Narciso, que es, al fin y al cabo, semilla de todos los espejos, la superficie reflectante que devuelve un rostro ignorado, el de un extraño que mira fijamente a los ojos y tiende la mano hacia la mano tendida de quien lo ha descubierto, “Mas su mirar no entiende que es mirarse, / ni este su querer era quererse, / ni que su desear es desearse, / ni su no conocer desconocerse”, como escribió Hernando de Acuña: o en palabras de Federico García Lorca: “Narciso. / Mi dolor. / Y mi dolor mismo”.

En los espejos se dan cita el misterio de nuestra identidad y el misterio propio de sus superficies y de sus profundidades. Y están aquí, encerrados con nosotros, casi desde siempre. Multiplicándonos.


 
Paul Delvaux. Le miroir. 1936

lunes, 3 de septiembre de 2012

El Loser, sus habituales (6): cuestión de espejos


Hay quien dice que la más precisa imagen del perdedor que hay en las paredes del Loser no es un afiche sino una acusación y está colgada en los aseos, sobre el lavabo. De más está decir que el encuentro se produce en la más estricta intimidad: apenas se cierra la puerta, él o ella se quedan a solas con esa especie de encarnación especular de su otro yo, esa otra personalidad secreta para todos que de pronto se hace presente como una mala conciencia o un bufón triste o un espía fingiendo indiferencia (o de pronto desbaratándola para mirar de frente). Lo que sucede entonces, sobre todo si él -o ella- ha bebido un par de copas de más, no es difícil de imaginar; al fin y al cabo también el barman ha tratado de encontrar más de una vez alguna respuesta en sus propios ojos: te acercas a esa cara oculta de ti mismo que es convocada por los espejos, ese ser que siendo tú es otro y no es del todo creíble cuando parece moverse, oscurecido por el azogue, al tiempo que tú lo haces, que te intriga con cierta identidad propia, cierta personalidad al margen de ti, a veces burlona y a veces severa, y en no pocas ocasiones te sorprende con una mueca, una mirada un poco perdida, un visaje extraño y a todas luces exagerado después de tanto disimulo ahí afuera, en la barra (si es que realmente sigue habiendo una barra ahí afuera). A determinada edad es muy probable que quien se mire así frente a frente y a solas se sienta como aquel personaje de la viñeta del maestro Forges que hay a la derecha del espejo:



Los más jóvenes entre los habituales, sin embargo, se sentirán más identificados con la cita que hay justo debajo, enmarcada de manera sencilla:


Nace el pájaro de las indecisiones de las entrañas de los espejos y se alimenta de la reflexión y la refracción de la luz. Su vuelo es el inicio de toda cristalografía, y su canto, filosóficamente pertenece a la exaltación emblemática del yo. Esta ave suele volver de vez en cuando a su espejo de origen, en el que se sumerge y del que obtiene su alimento, amarillentas imágenes de adolescentes perdidos en la búsqueda de su identidad. Y ovan en los brazos de los narcisos y las ofelias que navegan en los ríos de siempre. 

Rafael Pérez Estrada: Pájaro de las indecisiones.”


Imagen: "Mano con esfera reflejante", M. C. Escher, 1935