lunes, 1 de abril de 2013

Mundos perdidos


Hacía cuatro años que no volvía a Senés, uno de esos pequeños pueblos de interior que, como escribí hace meses para un periódico local, saben aún cumplir en sus calles estrechas, empinadas y limpias el silencio que prometen de lejos, y cuyas ventanas hacen de verdad un pueblo de esa mancha blanca en la montaña; uno de esos pueblos que marcan el lugar donde se encuentran la sierra casi desnuda ahí arriba y las tierras de labor hacia abajo, hacia el fondo del barranco en el que a veces un hilo de agua serpentea rumoroso entre rocas pulidas y grises, y muros de pizarra, y almendros. Uno de esos mágicos pueblos en los cuales, a partir de cierta hora y en invierno, la vida se manifiesta a través de la caligrafía titubeante y pálida del humo que sale de las chimeneas y se desvanece en la noche, añadiéndole al frío y al silencio el olor de la leña prendida.

Regresé estos días para reencontrarme con la quietud, con una primavera de verdad, plena de significado, con una luna llena inmensa, de pronto, al descender una calle, con un infinito de estrellas la única noche que lo permitieron las nubes. El domingo fue la tarea siempre gozosa de recorrer a pie y en solitario una ruta desconocida por entre montes y montañas, no sin antes fijarse un objetivo, esta vez las ruinas de la vieja alcazaba árabe. Te dan las mínimas indicaciones que te permitan iniciar el recorrido, no quieres más, así lo exige esta modestísima aventura, y entonces la salida del pueblo por la vieja fuente, las revueltas por las que se asciende la primera montaña -la que mira de frente el pueblo desde el otro lado del barranco-, la rama caída que te encuentras al paso y podas con las manos hasta convertirla en bastón de caminante, el sendero que llega a la primera bifurcación, un camino algo más ancho que asciende por detrás de la montaña y tiene a su izquierda un despeñadero, y ahora la soledad absoluta, porque no ves ya el pueblo y no hay más ruido que el roce del chubasquero, el crujido de las botas al pisar la tierra y las piedras, el viento en los oídos; y surgen las primeras dudas, sin las cuales esto no sería lo mismo: no saber con seguridad si has acertado el rumbo, si no estarás apartándote, si no tendrás que volverte antes o después sin tiempo ya de alcanzar tu objetivo; y no se trata de estar a solas para pensar en tantas otras cosas, sino para pensar en el camino, para pensar en ti recorriendo el camino, haciéndolo posible, atendiendo instintivamente a cada accidente del terreno, cada curva, cada roca, cada lejano punto de referencia y la perspectiva que de él tienes; se trata de respirar profundo, de detenerse un momento a escuchar el silencio y disfrutar no del paisaje, sino del dilatado entorno natural del que tú formas parte;  y después de unas horas te marcas como límite definitivo esa curva de allá arriba, aquélla entre dos rocas altas, y la alcanzas, y de pronto, al otro lado de un nuevo barranco, al fin un fragmento de la antigua torre del homenaje, no mucho y sin embargo increíblemente ahí después de novecientos años, y te embarga una emoción de descubrimiento, como si hubieras perseguido un lugar legendario del que se tuvieran escasas referencias, un Machu Picchu árabe, por ejemplo -sin fantasía esto tampoco es lo mismo-; sólo te queda bordear el barranco y recorrer así el último tramo del camino, el que te acercará, hasta donde es posible, a los restos de un mundo perdido, como a punto de perderse está también, aunque de otro modo, el mundo representado por el pueblecito blanco del que partiste, allá abajo, su sosegada existencia. Son dos civilizaciones las que contemplas: una desaparecida ya y otra en peligro.

Foto: JFH


10 comentarios:

Anónimo dijo...

Bellísima descripción, dan muchas ganas de sentarse sobre una roca, aspirar la hierba húmeda y comunicarse con el entorno que te rodea.

Abrazo

abril en paris dijo...

He hecho parte de ese camino contigo y al mismo tiempo he ido a investigar sobre ese lugar desconocido para mí, tan pequeño, tan coqueto, tan ignorado (ahora menos)parece que se respira desde esa roca..

Un beso abrileño

José Luis Martínez Clares dijo...

Preciosa foto. Somos de pueblo y ejercemos. La quietud va con nosotros a todas partes. Nos abraza entre la gente. Abrazos, amigo Juan.

V dijo...

Sabios y muy oportunos consejos. Reencontrarse con la quietud, respirar hondo y despacio, disfrutar de la contemplación...El lugar sin duda ayuda. No lo conozco, pero si el aroma que se respira. Paraisos naturales que deben ser preservados. Es el reencuentro del hombre consigo mismo. Tomo nota aunque el destino sea otro. Un abrazo

Myra dijo...

Me he reconocido en tus letras, Juan. Cuando ando por la montaña me gusta inspeccionar el camino a cada pisada. Adelantarme a cada paso con la mirada y saber dónde va a pisar mi pie. Un pequeño saliente que hace que la pisada sea más segura...esas cosas. Esto me viene de mi infancia. Mis caminos eran sendas por las que solo cabía una persona, había que ir en fila india.

He disfrutado con tus mundos perdidos.

Un beso.

Juan Herrezuelo dijo...

HORACIO: Caminar largamente por espacios naturales es mi ocupación física favorita, y la primera vez que hago un recorrido me gusta hacerlo a solas. Un abrazo.

ABRIL: Entonces ya sabes que tiene 300 habitantes, y no te será difícil imaginar la extremada tranquilidad que se respira allí. Gracias por acompañarme en el paseo. Un beso.

JOSÉ LUIS MARTINEZ CLARES: Seguro que eres también de los que gustan de caminar con la cámara bien a mano. Que se queden los cazadores con sus armas y sus piezas sin vida, yo prefiero capturar imágenes. Un abrazo.

V: Hay muchos pueblos similares por toda España, y son ese tipo de lugares en los que yo podría vivir, sino todo el año sí desde luego largas temporadas. Abrazos.

MYRA: Sé que compartes la afición de recorrer caminos, senderos, bosques, montañas… Alguna vez te he leído alguna referencia. Me alegro que te hayas sentido identificada en el paseo. Un beso.

El Doctor dijo...

Parece increíble que todavía se pueda emplear la palabra "regreso",es decir, esa vuelta y en donde todo parece estár todavía en su sitio. Ulises cuando vuelve,al fin,a su Ìtaca, reconoce el lugar en aquella playa gracias a un árbol raquítico que todavía sigue allí milagrosamente.Es un tema interesante: memoria, más que tiempo, parece hoy espacio. El mundo cambia muy deprisa y esa transformación hace que se tambaleé nuestra memoria. He visitado lugares de mi infancia y todo lo he encontrado patas arriba o desaparecido. Mi situación se asemeja más a Marcel Proust, condenado a buscar un tiempo perdido que el espacio no ayuda a encontrar.

Bello texto, amigo Juan.

Un fuerte abrazo.

Alexandra M Forsyth dijo...

Muy bonito

Juan Herrezuelo dijo...

FRANCISCO MACHUCA: Como no poseo de este pueblecito encantador recuerdos de infancia, sino ya de adulto, en cada regreso, demorado en tres o cuatro años, encuentro que todo es fiel a mis recuerdos y no hay nostalgia; hay, sí, el miedo a que sea una forma sosegada y natural de entender la vida que está a punto de extinguirse. Gracias siempre y un abrazo fuerte.

Juan Herrezuelo dijo...

QUERIDÍSÍMA ALEX, tan lejana y tan próxima a la vez, tan volcada en esos inmensos ojos azules que dentro de cinco días cumplirán ya ocho meses: me alegro que te haya gustado... Más, mucho más, te gustaría el lugar.
Un beso enorme (para los tres).