viernes, 24 de mayo de 2013

Resérvame el vals, Zelda (y 3): la vida en un escenario

Charles Blackman. The Crack Up. 1973


La última vez que se vio juntos a los Fitzgerald, Scott y Zelda, fue en París, en el año 2011, justo a la medianoche, en una especie de pliegue del tiempo con el que un Woody Allen casi casi cortazariano quería jugar con esa nostalgia que ciertas personas experimentamos de un pasado anterior a nosotros, un pasado que no conocimos pero que nuestra imaginación ha idealizado; una añoranza que se completa, naturalmente, con una mirada insatisfecha sobre la época que nos ha tocado vivir, en la que no parece que encajemos. No era la primera vez que Scott Fitzgerald se dejaba ver en una película de Woody Allen: en Zelig aparece el verdadero Scott en una de las escasas imágenes en movimiento que se conservan de él, escribiendo al aire libre. 

Alison Pill y Tom Hiddleston en Midnight in Paris 

Antes, en 1980, se les había visto sobre un escenario de Broadway, en una de las últimas obras de Tennessee Williams, titulada Clothes for a Summer Hotel. Al parecer, Williams, uno de los grandes dramaturgos del siglo XX (El zoo de cristalUn tranvía llamado DeseoLa gata sobre el tejado de zinc calienteDe repente, el último veranoDulce pájaro de juventudLa noche de la iguana… ), se identificaba personalmente con la tragedia de los Fitzgerald: no era sólo que reconociese en sí mismo un consumo excesivo de alcohol durante buena parte de su vida, o la pérdida del favor del público, o la lucha que en el artista emprenden su creatividad y sus necesidades económicas, sino que las visitas de Scott a las clínicas psiquiátricas donde estuvo internada Zelda le recordaban las que él mismo hacía a su hermana Rose, mentalmente desequilibrada también. La obra transcurre durante un encuentro entre Scott y Zelda en el Hospital Psiquiátrico Highland en Asheville, Carolina del Norte (donde ella moriría en 1948), y hace un recorrido en flashbacks a través de su tormentoso matrimonio. Tennessee Williams (sureño, como Zelda) tardó cuatro años en escribir esta obra, que se estrenó con Geraldine Page en el papel de Zelda. Fue un fracaso comercial y de crítica, y Williams prometió no volver a estrenar en Nueva York (murió tres años después). Que yo sepa, esta obra no se ha visto nunca en los escenarios españoles.

También tenía yo una referencia muy vaga sobre un musical cuyo argumento eran sus trágicas vidas, musical que (cosa extraña), siendo el mismo, unas veces aparecía mencionado con el nombre de Beautiful and Damned y otras con el de Zelda, “Un musical basado en la extraordinaria vida del icono americano de los años veinte”. Hace poco más de un mes me lo encontré, completo, en Internet. Lo vi en el ordenador, y confieso que me emocioné, que llegué sentirme como si lo contemplase, con el aliento contenido, desde la oscuridad de un patio de butacas: no podía creerme que sus vidas hubieran podido ser tratadas tan fielmente en un musical, que episodios fundamentales de sus biografías fueran contados en canciones tan bellas.

Una parte de mí quisiera ensanchar el Loser, elevar considerablemente la altura de sus paredes, multiplicar por veinte o treinta las dimensiones del escenario, llenar el local de cómodas butacas tapizadas en terciopelo rojo y palcos suntuosos, colgar del techo bellas lámparas de araña y reestrenar aquí mismo las dos horas y dieciocho minutos del maravilloso musical. Pero, evidentemente, nadie iba a verlo: una imagen demasiado pequeña, a pesar de todo; una experiencia demasiado kinetoscópica. De manera que abriré un pasadizo hacia ese otro teatro mucho más amplio de las pantallas completas (hacer click en el título o el cartel):



Eso sí, no renuncio a traer aquí al menos dos de las canciones y un resumen. Pero quisiera situar brevemente la acción: La obra comienza en el Hospital Highland, en 1938; una Zelda de cabello suelto y descuidado, vestida con las ropas de una paciente psiquiátrica, se ve mentalmente acosada por sus fantasmas. De pronto, recuerda su infancia, y el escenario poco a poco se convierte en la Alabama de 1912, y luego en la de 1918: la fiesta en el Country Club de Montgomery en la que el teniente Fitzgerald y la joven y descarada Zelda Sayre se conocen, y las calurosas noches en el balancín del porche, y los recelos del padre de ella, y la separación: Scott se va a Nueva York a labrarse una carrera como escritor, Zelda se queda en el Sur; se escriben bellas cartas de amor... Letters: 




El resto de la obra sigue más o menos fielmente el desarrollo de sus vidas (existen las inevitables licencias teatrales, claro): asistimos a su boda en la catedral de San Patricio, a su alocada estancia en el Hotel Biltmore (divertidísima coreografía con baño en fuente), las noches no menos desenfrenadas en el París de los años veinte y en el sur de Francia, los garitos nocturnos, el encuentro con Hemingway (la amistad con Scott, la rivalidad con Zelda: "Scott, Zelda no es tu musa, es tu Némesis"), la obsesión de ella por el ballet, la locura, el alcoholismo de Scott, la forma en que la novela Suave es la noche se le escapa de las manos, la velocísima composición de Resérvame el vals, el enfado de Scott… La novela de Zelda se publica; es la hija de ambos, Scottie, quien en el musical le entrega un ejemplar a su padre, que lo hojea emocionado… "Papá, ¿de verdad has leído en el libro cosas tan terribles sobre ti?", viene a decirle la joven. "No, no hay nada aquí que no haya surgido del amor", le contesta -más o menos- Scott. Es la emotiva Save Me the Waltz....



Pasa el tiempo. Scott ha muerto, pero aún aparece, vestido de nuevo con su impecable uniforme de teniente, para bailar por última vez con una Zelda que ahora sí poco a poco se queda a solas con su enfermedad...




Beautiful and Damned se representó en el Lyric Theatre, del West End londinense, entre el 28 de abril y el 14 de agosto de 2004. El libreto es de Kit Hesketh Harvey y la música y letras de Les Reed y Roger Cook. Estuvo dirigida y coreografiada por Craig Revel Horwood e interpretada por los británicos Michael Praed  y Helen Anker en los dos principales papeles.


 .....
“(...) Tal vez la mitad de nuestros amigos y parientes le dirían con honesto convencimiento que mi afición a la bebida volvió loca a Zelda, pero la otra mitad le aseguraría que su locura me condujo a la bebida. Ningún juicio significaría nada: unos y otros se mostrarían igualmente unánimes al decir que deberíamos separarnos, frente a la ironía de que nunca, en todas nuestras vidas, hemos estado tan desesperadamente enamorados (...)”
             Carta de Scott a la doctora Squires,de la clínica Phipps, Baltimore. Marzo de 1932

1926

domingo, 12 de mayo de 2013

Resérvame el vals, Zelda (2): la novela


Primera edición, de 1932









Un teniente rubio a quien le faltaba una insignia subió los escalones (...) Parecía disponer de un apoyo celestial por debajo de los omóplatos que alzaba sus pies del suelo en estática suspensión, como si gozara secretamente de la facultad de volar pero caminara por concesión a las convenciones.

Zelda Fitzgerald
RESÉRVAME EL VALS
Román y Bueno editores, 2012



Scott Donaldson, uno de los biógrafos literarios más relevantes de Estados Unidos, cita en un libro dedicado a Scott Fitzgerald una carta escrita en 1919 por Zelda Sayre -más tarde Fitzgerald-, en la que le decía a su prometido que esperaba no probar nunca suerte en cuestiones artísticas, pues era mucho más agradable estar segura de que podía hacerlo mejor que otros que intentarlo y no lograrlo. Esta actitud la mantuvo Zelda durante los primeros años de matrimonio. No fue, sin embargo, una mujer a la sombra de su marido, el escritor famoso que a sus 23 años se había convertido, con su primera novela, en portavoz de una nueva generación de jóvenes norteamericanos. Scott compartía con ella la celebridad: eran los Fitzgerald, bellos pero aún no malditos, que atraían la atención de todos y acudían a todas las fiestas. Así, en mayo de 1923, la revista Hearst's International publicó a toda página esta conocida foto, que Zelda llamaba su «Elizabeth Arden Face»:


Ella, además, escribió aquella década artículos y algún cuento, que Scott corregía y que publicaban con los nombres de ambos porque de ese modo les pagaban mucho más. Se aburría durante las largas horas que Scott pasaba escribiendo, pero luego él le leía sus manuscritos y ella aportaba sugerencias: le convenció de que su segunda novela no tuviera final feliz, y de que el mejor título para la tercera, de todos cuantos él barajaba, era El gran Gatsby. No es sólo que muchas de las experiencias vividas por ellos dos acabaran formando parte de alguno de los cuentos o novelas de Scott, es que ocasionalmente él usaba para sus libros fragmentos de las cartas de Zelda, e incluso de su diario, que ella ponía a su disposición.

En 1927 esto cambió. En algún momento de las ocho semanas que pasaron en Hollywood a comienzos de año, Scott se permitió un devaneo romántico con una jovencísima actriz. Zelda, que en el verano de 1924 tuvo en la Riviera su particular romance con un aviador francés, enfureció de tal modo que arrojó por la ventanilla del tren que les devolvía al Este aquel reloj de platino y diamantes que él le regalara cuando eran novios. La aventura de Scott le hizo ver que dependía de su marido, y a mediados de año empezó a practicar ballet, no como una forma de ocupar su tiempo, sino con la determinación de labrarse una carrera profesional. Había recibido clases siendo niña, entre los 9 y los 16 años, que abandonó para ocuparse de sus múltiples y excitantes compromisos sociales. Ahora, a los 27 años, primero en Estados Unidos y luego en París, con madame Egorova, Zelda se entregó de manera obsesiva y extenuante al ballet. Practicaba constantemente, incluso si había invitados en casa, y poco a poco fue dejando de interesarse por cualquier otra cosa, al tiempo que Scott bebía cada vez más. «Tú te estabas volviendo loca y lo llamabas genialidad, yo me estaba destrozando y lo llamaba cualquier cosa que tuviera a mano», le escribió él más tarde. Lo cierto es que era ya demasiado mayor para convertirse en una primera bailarina, tal como se había propuesto, y su febril dedicación a la danza acabó bruscamente y para siempre cuando en 1930 se hundió en su primera crisis nerviosa.

Zelda Fitzgerald, 1900-1948
Tras pasar quince meses en un sanatorio mental en Suiza, ella y Scott regresaron a Estados Unidos. Zelda se plantea entonces la posibilidad de dedicarse seriamente a la literatura. Escribe algunos relatos y comienza una novela, pero una inesperada recaída en su enfermedad interrumpe su trabajo y sume a Scott en la desolación: él había retomado a su vez esa novela en la que venía trabajando desde la publicación del Gatsby, siete años atrás, y que constantemente había tenido que interrumpir para escribir los relatos que costeaban su tren de vida y con los que sufragaba los elevados gastos médicos de Zelda; la situación debía de resultarle angustiosa, pues estaba convencido de que toda su fortuna dependía de esa novela.

A comienzos de 1932, Zelda ingresó en una nueva clínica psiquiátrica, en Baltimore, y fue allí donde en un mes terminó Resérvame el vals. La leyenda dice que Scott montó en cólera porque ella envió el original a su editor antes de que él tuviera ocasión de leerla, y porque uno de los personajes principales se llamaba Amory Blaine, como el protagonista de A este lado del paraíso, su primer libro, pero sobre todo porque, tratándose indisimuladamente del argumento de sus propias vidas, aquella novela contenía escenas de las que él también estaba ocupándose en el desarrollo de la que luego sería Suave es la noche. A su juicio, si la de Zelda se publicaba tal y como la había escrito, la suya parecería después una elaborada copia de la de ella. Entendía que cuanto habían vivido juntos, lo bueno y lo malo, era «su material» literario, y que, en definitiva, él era el escritor profesional, el que ocupaba una posición destacada en las letras americanas y el que sostenía a la familia con su trabajo.

La parte más oscura de la leyenda de los Fitzgerald surge de esta actitud de Scott. Sin embargo, se ha exagerado su oposición a la novela de Zelda. Una vez que suprimieron algunos pasajes, no demasiados, y que el nombre de Amory Blaine fue sustituido por otro, el propio Scott volvió a enviarle Save Me the Waltz a su editor, asegurándole que era una buena novela, tal vez muy buena, «la expresión de una personalidad poderosa». Pero aunque Scott temía el efecto que en su mujer pudieran tener las expectativas de fama y dinero, lo cierto es que no hubo nada parecido a un éxito editorial; al contrario: se publicó en octubre de 1932, y no gustó a la crítica ni interesó a los lectores. El fracaso de esta novela le hizo entender a Scott que en modo alguno merecía la pena arriesgar su propia y brillante carrera como escritor permitiendo que Zelda invadiera los espacios autobiográficos comunes en que se movía parte de su obra de ficción. Los médicos, además, consideraron que la estresante rivalidad desatada entre los dos agravaba los efectos de la demencia que sufría Zelda, y ella, tras escribir una farsa teatral titulada Scandalabra, acabó por volver su atención hacia la pintura.

Baltimore, 1932

Fue, tal vez, el momento más crítico en su relación. A partir de este incidente debieron de ir tomando conciencia, poco a poco, de que no viajaban ya en el mismo barco, pero tampoco, todavía, en barcos distintos: vivían tristemente flotando a la deriva, entre los restos de un barco naufragado, agarrados a los recuerdos de su perdida juventud. Zelda alternaba periodos de frágil lucidez con recaídas en su esquizofrenia, y sentía que se alejaba cada vez más hacia el fondo del desvalimiento. Scott, sobre todo tras la publicación de Suave es la nocheen 1934, perdió buena parte de su autoestima y empezó a verse a sí mismo como un plato agrietado. Aquel mismo año, en fechas próximas a la salida de la novela, se organizó una exposición con los cuadros de Zelda. Los periódicos que dieron cuenta del evento se refirieron a ella como «sacerdotisa de la era del jazz», «personaje fabuloso», «casi mítica». Sin embargo, tampoco su obra pictórica, aun poseyendo indudables cualidades, despertó gran entusiasmo. Al final, sus temores de juventud se vieron cumplidos: lo intentó todo y con todas sus fuerzas, pero acaso lo intentó cuando ya era demasiado tarde para ella.


Times Square, 1944. Zelda Fitzgerald
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Según cuenta Nancy Milford en su extraordinaria biografía de Zelda, publicada en 1970, ella encontró el título de su novela en un catálogo de discos RCA Victor. Es muy posible que se tratara de este The Waltz You Save For Me, de Wayne King -el rey del vals estadounidense-, grabado por primera vez el 7 de noviembre de 1930...




Voy leyendo poco a poco el libro, como no queriendo apurarlo demasiado pronto; compruebo ya que posee una exuberancia verbal que tal vez -sólo tal vez- hubiera debido ser contenida, pero que, en cualquier caso, resulta muy estimulante. Se respira en su primer capítulo una lánguida sensualidad sureña que se traduce en la sucesión constante de descripciones pletóricas de ingenio y de una excitante penetración olfativa, visual, táctil, un acercamiento tan sensitivo a sus propias percepciones de las cosas que lo narrado se disuelve en la boca como un sabor y resuena en nuestros oídos como el eco de lo que alguna vez estuvo en los suyos. Son metáforas brillantes o extravagantes que se pisan los talones unas otras, como si Zelda hubiese optado por aquella escritura automática de André Breton y el resto de surrealistas. Yo conocía esta capacidad suya para la comparación poética, que en ella debía de resultar inmediata e incluso sencilla, una manera de comprender lo que la rodeaba y de convertirlo en palabras, tal y como se comprueba leyendo sus cartas. Hay en Resérvame el vals, como en tantas primeras novelas -sobre todo si son autobiográficas, como lo es ésta- un desmedido apetito de contar, y de contar de forma original. No cabe duda de que a Zelda le faltó esa larga disciplina que convierte unas inmejorables condiciones para la literatura en un trabajo realmente sólido, pero aún así Resérvame el vals, leída hoy, es un festín para los sentidos, un festín desordenado y sin protocolos ni etiquetas, si se quiere, pero festín. De alguna manera, la novela de Zelda Fitzgerald está emparentada con La noche del cazador, la película que dirigió Charles Laughton, no en cuanto a género, desde luego, sino por el hecho de tratarse de obras insólitas, únicas, extraña y perurbadoramente bellas, inclasificables y sobre todo primeras y últimas para quienes las crearon. Acaso es que me ciegue el afecto, como le cegó a Scott al ensalzar tan generosamente las cualidades del libro, o cuando afirmó que, de no haberla él conocido, Zelda hubiera llegado a ser un genio. 

Riviera francesa, 1926

viernes, 10 de mayo de 2013

La mirada de Alfredo Landa en palabras de José Luis Garci


De entre todos los personajes –tantos y tantos-, elijo uno: el detective Germán Areta, el Piojo. Y  no estoy hablando sólo de los personajes interpretados por Alfredo Landa. Me refiero a la totalidad de los personajes que pueblan la historia del cine español. Bueno, habría mucho que contar, claro. La vida, ya se sabe... En lugar de hacerlo, voy a traer unas palabras escritas por José Luis Garci (ABC, 15 de noviembre de 1991):

«(…) El otro secreto de Landa es su mirada. Hace algunos años, cuando Landa era campeón de todos los pesos, él y yo rodábamos una película en Madrid. Landa fumaba concentrado mientras le ponían un contraluz. Sus ojos recorrían el escenario en una suave panorámica. De pronto se detuvieron en un ventanal. Un segundo, dos, cinco. Y apareció su mirada mágica. Es esa mirada que nace en un lugar que sólo conoce John Ford. Esa mirada que viene y se va y que oscila como las lámparas de carburo, con una alegría imprevista. La mirada de Tracy desanudándose los cordones de los zapatos en El padre de la novia, la de Robert Ryan examinando sus trofeos en On dangerous ground, la de De Niro al final de New York, New York. Cinco minutos después, cuando filmamos aquel plano, Landa ya no tenía esa emoción en la cara. Sus ojos volvían a ser los de su personaje, un detective privado bañado en soledad, con un bigote tan ancho y poblado como la Gran Vía, donde tenía su despacho, y al que le quedaban demasiado ajustados sus polos. Con mucha paciencia, a lo largo de un par de semanas, traté de capturar aquella sensación y concretizarla. Una noche, en el patio de operaciones de Banesto, apareció otra vez, también durante una ligera pausa, mientras se ajustaba un proyector. El foto-fija estaba alertado. “Ahora”, le dije.

»Pedí que ampliaran esa fotografía a tamaño natural (…) Sé que a su madre le perturbaba verla. Quizá no sea perturbar el verbo idóneo; mejor inquietar. Aquella mirada, aquel cuerpo, era algo que incluso escapaba de su conocimiento. Y tenía razón. Aquel no era su hijo. Aquel era un ser, un actor, en el momento mágico de su viaje hacia el otro lado. Ni era Landa ni era Areta, el detective. El fogonazo había pillado el instante justo de cuando se es y no se es. Cuando el cerebro ha dado la orden de salida hacia el misterio, el alma la ha recogido y ha emprendido el viaje.»

Creo que esa mirada está en la escena final de El Crack dos. Mi amigo/camarada/hermano Paco Ortiz y yo llegamos a aprendernos de memoria diálogos enteros de esta película, y a ambos nos ponía algo más que un nudo en la garganta este momento irrepetible del cine… No he podido traer la escena al interior del Loser, así que he de hacer un pasadizo hacia ella...  AQUÍ

Es mi sentido homenaje.