jueves, 28 de noviembre de 2013

El malogrado, de Thomas Bernhard

Según Miguel Sáenz, traductor al español de la novela El malogrado, del austriaco Thomas Bernhard, el título original Der Untergeher resulta difícil de traducir con un adjetivo sustantivado que venga a expresar lo que significa literalmente, ‘el que se hunde’, y afirma que «El perdedor» hubiera sido una buena opción, pero que sonaba «demasiado yanqui». Después de leer la novela, el lector español concluye que la elección del término malogrado fue un acierto, pues abarca muchos más matices en relación con el personaje al que se refiere. En cualquier caso, hay un ejemplar de este libro en el Loser, en un estante junto al viejo piano de pared.

Una buena lectura de El malogrado es indisociable de la audición, previa o simultánea, de las Variaciones Goldberg, de Bach, interpretadas, claro está, por Glenn Gould, de la misma manera que para acometer dicha lectura en condiciones idóneas haríamos bien en regalarnos un día de ociosidad y tumbarnos en la cama durante horas y horas con el libro en las manos, y esto debido a su ininterrumpido desarrollo narrativo, esa pura hemorragia musical y repetitiva de palabras imposible de contener.

Glenn Gould es uno de los tres protagonistas de la novela, pero no el protagonista, a pesar de ser el personaje real, el genio indiscutible del piano. El narrador, conocido como El filósofo, elige una curiosa manera de hablar de él y de Wertheimer, el malogrado: al igual que algunos pasajes de las Variaciones exigen cruzar las manos sobre el teclado, así Bernhard decide que el narrador defina a veces el carácter de Gould a través del de Wertheimer y, sobre todo, el débil y complejo carácter de Wetheimer por oposición a la genialidad de Gould. De sí mismo, el narrador apenas nos deja saber que ha sobrevivido a los otros dos, y que, como el malogrado, decidió ahogar en la cuna una prometedora carrera de pianista. La amargura de su fracaso no es exactamente como la de Wertheimer, pero es amargura también.

La historia, de algún modo, sería la siguiente: Johann Sebastian Bach, aquel hombre dotado de un talento musical tan abrumador que trascendió lo estrictamente humano («No soy ateo porque existe Bach», ha dicho recientemente Salvador Pániker), compuso en 1741, por encargo, las llamadas Variaciones Goldberg, y doscientos doce años más tarde dos jóvenes y aventajados alumnos del Mozarteum, prestigiosa escuela superior de música de Salzburgo, escuchan a un condiscípulo tocarlas tan prodigiosamente que resuelven, cada uno a su modo, abandonar el piano para siempre; veintiocho años después, uno de ellos, el malogrado, incapaz de aceptar sobrevivir a Glenn Gould, muerto de muerte natural, se ahorca en las proximidades de la casa de su hermana, a la que acusa de haberle abandonado para casarse con un hombre «helvéticamente rico».

Glenn Gould no aspiraba, según el narrador, sino a ser ese pianista ideal que quiere ser piano, convertirse en su Steinway, ser uno con él, ser Glenn Steinway, no el hombre que toca el Steinway, que está entre Bach y el piano como mero mediador. Y el lector no puede evitar pensar en la extraña imagen de un Glenn Gould encogido sobre el teclado desde su asiento en una silla ridículamente bajita, metabolizado con el sonido y convertido todo él en la pasmosa agilidad de sus dedos, a veces lentos y tecla a tecla, a veces tan veloces que le arrancan al piano la sugestión de una interpretación a cuatro manos, cada una de las cuales parece estar tocando de manera completamente independiente de las otras.

En algún lugar oí que el segundo es el primero de los perdedores: ésa parece la conclusión a la que llega Wertheimer, cuyo virtuosismo no soporta la comparación con la excelsitud pianística de Glenn Gould y es aniquilado por ella. Wertheimer, incapaz de asombrarse sin sentir envidia, está, dice el narrador, fascinado por la infelicidad, y ahí radica todo: para él nacer es una infelicidad y vivir prolongar la infelicidad, y en esa infelicidad, no obstante, encuentra la felicidad; hombre “de callejón sin salida”, se mató por miedo a que le arrebataran un día su infelicidad.

Thomas Bernhard, 1931-1989

Thomas Bernhard elige en El malogrado el camino de la música para llegar al centro de un retrato psicológico, y al mismo tiempo, cruzando las manos sobre el texto, alcanzar el corazón de la música a través de un penetrante retrato psicológico, de una, digamos, disección del fracaso.

miércoles, 27 de noviembre de 2013

En recuerdo de Enriqueta Antolín

A Enriqueta Antolín le pareció extraño que en el restaurante del Club de Mar de Almería yo me pidiera, para cenar, unas chuletillas de cordero. Ella tomó un plato de pescado, como corresponde a una palentina que vive en Madrid desde hace años y está pasando un par de días en una ciudad andaluza bañada por el Mediterráneo. Mi caso era otro: yo era entonces, y sigo siendo hoy, un palentino que vive en una ciudad andaluza bañada por el Mediterráneo y que en cuestiones gastronómicas se confiesa incurablemente castellano. Aquella misma tarde nos había presentado la escritora y buena amiga Ana María Romero Yebra, el tercer comensal. Era el final de un día de marzo del año 1997. De aquella Enriqueta Antolín que había venido a dar una conferencia recuerdo su voz cálida, la sonrisa como estado natural de los labios y los ojos, la mirada sosegada, hospitalaria, elegante, igual que su voz y sus maneras; y recuerdo una gran mata de pelo: si alguna vez fue realmente una gata con alas, como tituló su primera novela, debió de tratarse de una gata de angora de edad indefinible, una gata sonriente y perpetuamente joven, pues en modo alguno pude imaginar que tuviera veinticinco años más que yo. Curiosamente yo leía esos días, embelesado, La gaznápira, de Andrés Berlanga, y en el curso de aquella cena me referí, vaya a saber por qué, a la disputa judicial que a cuenta de los derechos de tan extraordinaria novela habían mantenido su autor y José Luis Garci: fue una de esas casualidades que le ponen a uno al borde de meter la pata, porque yo ignoraba que Andrés Berlanga y Enriqueta Antolín estaban casados. Me lo dijo ella, sin perder la sonrisa, pero como extrañada de que yo no lo supiera: era la segunda vez que la sorprendía. Supongo que le dije también que había enviado mi primera novela a la editorial Alfaguara, porque al dedicarme Regiones devastadas quiso mostrar su confianza en que, además de paisanos, pudiéramos llegar a ser algún día «caballos de la misma cuadra». Me gustó aquella manera de expresarlo, me hizo pensar que tal vez sí, por qué no. Ya Regiones devastadas me había gustado mucho: aquella voz narrativa en segunda persona que se dirige a la adolescente que fue durante la posguerra y la conduce de recuerdo en recuerdo me había parecido de una ternura y una belleza admirables; eran los tiempos en que de la guerra civil se hablaba en voz baja y aún podía suceder que de tanto en tanto apareciesen huesos en los descampados y terraplenes cercanos a los nuevos barrios, donde antes hubo paredones, huesos mondos que pagaban a buen precio en la refinería de azúcar; y era, la de aquella jovencita, una de esas «edades en que bastan unos meses arriba o abajo para pasar de la oscuridad a la luz, de las tinieblas más absolutas a los débiles rayos que iluminan los primeros recuerdos».

Esta mañana vi su fotografía en El País, y antes de saber a qué sección me había llevado el pasar las páginas he sentido un escalofrío. Dice Juan Cruz en su hermoso obituario que ayer mismo cumplió Enriqueta 72 años. Cuando somos niños no podemos concebir que podamos morirnos el día de nuestro cumpleaños. Incluso a los adultos nos parece un giro del destino demasiado cerrado, un desenlace con una irritante vocación de final perfecto. Pero no hay nada perfecto en un definitivo adiós, ni siquiera la melancolía que nos queda.

Sirvan estas líneas apresuradas de emocionado recuerdo.

Foto: Ricardo Gutiérrez. El País

lunes, 18 de noviembre de 2013

Albert Camus: verdad y libertad

                                                            Foto: JFH

Al comienzo de su última e inacabada novela, El primer hombre, Albert Camus nos presenta al protagonista, Jacques Cormery, en el cementerio de Saint-Brieuc, frente a la tumba de su padre, muerto durante la Primera Guerra Mundial antes de que él cumpliera un año. Cormery lee las fechas de nacimiento y muerte, calcula la edad, 29 años, piensa en su propia edad actual, 40 años, y repentinamente la idea de que el hombre enterrado bajo aquella lápida es más joven que él, su hijo, le sacude físicamente; se siente invadido por la ternura, la compasión, la piedad, el vértigo: quieto entre las tumbas –ocupadas todas ellas por jóvenes muertos en la misma guerra, padres de hombres encanecidos-, le confunde la quiebra de un orden natural del tiempo, la inexistencia de tal orden fluvial, su sustitución por la locura y el caos: hijos que son más viejos que sus padres.

Estas últimas semanas he asistido a varios homenajes tributados en mi ciudad al escritor Albert Camus. En algún momento recordé esa escena que tanto me impresionó cuando la leí en 1995, a mis propios 29 años. El manuscrito de aquella novela –autobiográfica, por lo demás- fue encontrado entre los restos del coche en el que Camus se mató en enero de 1960, cuando contaba 46 años. Disfrutando de un vaso de pastis  –tal vez algunos más- en la tarde noche del día siete de noviembre, fecha en que se cumplía el centenario de su nacimiento –y también el primer aniversario de la librería Zebras, que organizaba el acto-, caí en la cuenta de que ahora yo soy un año mayor que Camus: un hijo que supera en edad a uno de sus padres literarios.

Admiro desde hace mucho a Albert Camus, pero estos días en que he profundizado más en su obra y, sobre todo, en su vida y su pensamiento, las razones para admirarlo se han multiplicado. Más que una mera grandeza literaria, la suya fue –es- una grandeza intelectual y ética. Una figura como ésta resultaría inconcebible hoy, quizá incluso resultaba enorme en su tiempo, de ahí que le fuera concedió el Nobel antes de cumplir los 45; he vuelto a leer, con un estremecimiento de emoción, la carta que con tal motivo le escribió a su maestro de primaria, Louis Germain («… cuando supe la noticia pensé en mi madre y después en usted. Sin usted, sin la mano afectuosa que tendió al niño pobre que era yo, sin su enseñanza y su ejemplo, no hubiese sucedido nada de todo esto»); y he leído por primera vez el discurso que pronunció en Estocolmo en aquellos ceremoniosos días: persuadido de que, por su juventud, la suya era una obra «todavía en formación», y consciente de pertenecer a una generación destinada a enfrentarse a grandes retos («impedir que el mundo se deshaga», «restaurar entre las naciones una paz que no sea la de las servidumbres, reconciliar de nuevo el trabajo y la cultura»), aseguró comprender que el honor del premio recaía en realidad en esa generación.

En aquel discurso memorable, Camus trazaba el que a su juicio debe ser el papel del escritor; desde luego, no estar aislado, no estar separado de nadie, ser uno mismo entre todos, estar con quienes sufren la Historia y no con quienes la hacen («Quién a menudo ha escogido ser artista por sentirse diferente, no tarda en darse cuenta de que no nutrirá su arte y su diferencia sino reconociendo su semejanza con todos»). En este texto establece también las dos responsabilidades que comporta el oficio de escribir, y su grandeza: «el servicio a la verdad y el de la libertad»; de estas responsabilidades surgen dos compromisos: «la negativa a mentir sobre lo que se sabe y la resistencia a la opresión». Y uno no puede sino preguntarse qué ha sido hoy de estas responsabilidades y estos compromisos.

Para finalizar estas dos semanas de homenaje y recuerdo, un magnífico gesto de amistad y bibliofilia puso en mis manos la edición especial de El extranjero que hizo circular Alianza Editorial este mismo año, con traducción de José Ángel Valente y dibujos de José Muñoz. Describo mi emoción mediante la fotografía que encabeza este texto.

Hubiera querido proyectar aquí mismo, en el Loser, el documental que vi el jueves 14 en un acto organizado conjuntamente por la librería Zebras y la Alianza Francesa, Albert Camus, una tragèdie du bonheur (Albert Camus, una tragedia de la felicidad), un testimonio realmente iluminador sobre el autor. He preferido, sin embargo, abrir un pasadizo e invitar a todos cuantos aman la literatura a recorrerlo con un pastis en la mano y verlo ahí, al otro lado, entrando por AQUÍ. 


lunes, 11 de noviembre de 2013

Los inadaptados Gay, Roslyn y Perce


Una gran fotografía de los tres protagonistas de The Misfits ocupa un lugar privilegiado en las paredes del Loser, pues no en vano el aire de derrota y melancolía que transpira cada plano de la película de Huston va más allá de los personajes y alcanza a los propios actores. De un lado tenemos al viejo Gay Langland y a Perce Howland, vaqueros fuera de su época, y al piloto Guido, que los acompaña en su despreocupada deriva vital. Misfits significa, literalmente, ‘inadaptados’, y eso es lo que son estos tres tipos; lo de vidas rebeldes parece quedarles tan ancho como el ala de sus viejos sombreros, a menos que se trate de una rebeldía limitada al hecho de que se han negado a adaptarse a los tiempos, con lo que volvemos al principio. En este punto cualquiera de ellos podría escupir de lado contra la tierra o encender una cerilla en el relieve de la gran hebilla del cinturón y acercar la llama al cigarrillo haciendo hueco con la otra mano. Cualquier cosa antes que vivir de un jornal, ¿verdad Perce?

Ninguno de los tres ha podido acomodarse tampoco a una vida familiar más o menos corriente. Qué diablos. Gay hace años que no ve a sus hijos, Perce se ha distanciado de su madre después de que ésta se casara por segunda vez, Guido perdió a su mujer. Ahora están organizándose para ir de nuevo a coger unos cuantos caballos salvajes. Las extensas praderas americanas en que se desarrollaba la vida de los cowboys han sido sustituidas por el desierto de Nevada; las grandes y mugidoras manadas de cornilargos son ahora un puñado de mustangs que solo sirven para convertirse en comida para perros. Pero antes de partir hacia el desierto conocen a una antigua bailarina que ha venido a Reno a divorciarse, Roslyn, una mujer difícil de entender, aparentemente ingenua, desconcertante, a ratos triste y a ratos llena de vida, y en todo momento de una contoneante y perturbadora desnudez bajo cualquier cosa que se ponga encima.

                                                                                          Foto: Eve Arnold

En el fondo, Roslyn es otra inadaptada: demasiado sensible. Todo dolor a su alrededor es un dolor que siente en sí misma: el del caballo que corcovea en el rodeo y el del tipo que lo trata de montar y es arrojado al suelo, y por supuesto el de los caballos cimarrones que los otros pretenden capturar y entregar al tratante de ganado. En la ardiente llanura del desierto, Gay y Perce esperan que la avioneta de Guido aparezca de vuelta por entre las montañas del horizonte, y que por abajo vengan espantados al galope unos cuantos caballos, al final muy pocos, comprueban con los prismáticos, pero en fin, mejor esto que trabajar a sueldo, ¿no Perce? Sí, mejor esto que trabajar con un puñetero equipo de vaqueros para que otro pueda ponerle gasolina a su Cadillac, dice Perce en el relato escrito por Arthur Miller. Enlazan a los caballos desde la caja del camión que conduce ahora Guido, les atan las patas para dejarlos allí tendidos toda la noche. Y es en ese momento cuando la carnal y compasiva Roslyn rompe en una histeria desgarrada y desgarradora en medio de las ondas de calor que reverberan en el aire. De nada ha servido que el viejo Gay le explicara que es eso o aceptar una paga; que él caza caballos para conservar su libertad, para ser un hombre libre.

En el magnífico relato de Arthur Miller, fechado en 1957 y titulado así, «Los inadaptados» (Ya no te necesito, Tusquets 2003), Roslyn no está allí para salvar a los caballos salvajes: no es más que un nombre pronunciado de vez en cuando. Convertido este texto en un guión de cine, Roslyn adquiere forma y carácter, y desde luego también la pálida piel y la voz susurrante de Marilyn Monroe. Dicen que Miller tardó tres años en escribir y reescribir aquel guión; cuando al fin comenzó a rodarse, en julio de 1960, su matrimonio con Marilyn ya estaba roto: lo que iba a ser el regalo de un gran dramaturgo a la rutilante estrella cinematográfica con la que estaba casado, acabó por convertirse en una de las muchas razones por las cuales el rodaje The Misfits fue tan turbulento.


                                                                                                  Foto: Eve Arnold

Es estupendo que esta película exista, pero tal vez hubiera sido mejor que no llegara a rodarse nunca, sobre todo si tenemos en cuenta el desgaste físico y mental que supuso para quienes participaron en ella. Desde luego, aceptar aquel papel fue el mayor error que cometió Clark Gable en toda su vida, pues es muy probable que todo aquel esfuerzo fuera el causante de que un infarto acabara con él doce días después de rodar la última escena. Este desenlace resulta casi inexplicable viendo la película: de los tres protagonistas, es sin duda el que tiene mejor aspecto; a sus 59 años, encaja perfectamente en la piel tostada del rudo y vigoroso vaquero Gay Langland.

Lo de Marilyn y Monty Clift es otra cosa. El productor del film diría más tarde que ambos eran gemelos psíquicos, que reconocían el desastre en el rostro del otro y se reían de ello. Son, realmente, dos almas atormentadas, cada uno a su modo; dos seres inadaptados de verdad, dos insomnes encadenados a sus adicciones y a sus inseguridades. La interpretación de Marilyn se queda a medio camino entre ese arquetipo de sí misma del que deseaba escapar y la actriz que hubiera podido llegar a ser, y en ese terreno de nadie se la ve tan abrumadoramente frágil y perdida como seguramente lo estaba en su propia vida. Monty apenas recuerda a aquel hipnótico actor que había sido tan solo siete años antes: el accidente de tráfico que sufrió en el 56 modificó su rostro lo justo para que su belleza desapareciera; a veces, es cierto, un gesto, un movimiento de la cabeza, algo nos devuelve fugazmente al Clift de Un lugar en el sol o de De aquí a la eternidad o de Yo confieso, pero ni los rasgos faciales ni la desconcertada mirada ni las manos ni lo quebradizo de su cuerpo entero tienen nada que ver con aquel joven; las drogas y el alcohol han hecho el resto del trabajo. Cuál no sería su extremada vulnerabilidad para que una mujer tan absolutamente desvalida como Marilyn Monroe, que no volvería a completar ninguna otra película después de aquella, y que moriría dos años después, a los treinta y seis, se sintiera inclinada a protegerlo a él. Tampoco hizo gran cosa Monty en el cine tras The Misfits, y murió envejecido prematuramente a los cuarenta y cinco años, en el verano del 66. Por el contrario, Eli Wallach (Guido) sigue vivo y en activo; cumplirá cien años en 2015.


Gay ha dejado escapar al último caballo justo después de haberlo atrapado de nuevo, y exhausto, sentado en el estribo del camión, maldice a los que «han cambiado esto: lo han envenenado todo y lo han manchado todo con sangre». «Para mí ha terminado», añade. «Es tanto como estrangular un sueño. Hay otra manera de seguir viviendo, si es que queda alguna todavía». Podrían ser mis propias palabras.