El tiempo... El futuro ocurre todos los
días, y todos los días se convierten en pasado. Nada sucede como esperábamos:
el futuro tiene vida propia, y todo eso que durante tantos años estuvimos
imaginando que algún día sucedería forma parte de un lejano ayer. Un buen amigo
mío me llamó una vez “guardián de la memoria”, y es cierto que siempre he sido
de atesorar objetos: el pasado perdura en los objetos, y conservándolos estamos
evitando que el tiempo huya completamente. Años guardé una llave rota porque, de
niño, durante toda una tarde estuve mirando a través de su agujero el ir y
venir de un familiar por el borde de una piscina; guardo la primera tarjeta que
le escribí a mi padre apenas acababa de aprender a hacerlo, las entradas de los
museos y los monumentos que visito, arena blanca de las Islas Cíes, los hilos
con que le suturaron a mi hija una herida en la barbilla a sus seis años....
Cuando a este amigo le hice llegar unas fotos de nuestra juventud, fotos cuya
existencia él ignoraba, se emocionó a causa de la “candidez” de nuestras
miradas, y yo le hice notar que en esa candidez anidaba una inquebrantable fe
en nuestro porvenir, pues todo estaba por cumplirse, hacíamos lo que nos
gustaba y sabíamos que lo hacíamos bien, y aunque entonces pasábamos ya de los
veinte años seguíamos teniendo una mirada limpia sobre las cosas. Éramos aún
hierro en las brasas. Luego vino el yunque y el martillo.
El tiempo… Hace unos meses visité en mi
ciudad los llamados Refugios de la Guerra Civil, que ahora son un reclamo turístico:
cuatro kilómetros de galerías subterráneas que recorren el subsuelo y en cuyas
angosturas, supongo que débilmente iluminadas entonces, se hacinaban decenas de
miles de personas apenas las sirenas herían el aire de aquella Almería de los
años treinta. Sentado en el largo banco de cemento me asaltó la misma sensación
que ya tuviera en la Huerta de San Vicente, en Granada. Allí vi la cocina de
los García Lorca, el salón donde Falla tocó el piano, la mecedora de la madre,
la escalera que ascendía hasta los dormitorios, la cama de Federico, la mesa
donde escribió alguno de sus dramas, la ventana desde la que él veía el
huerto..., y cada vez más profundamente sentía una incomodidad de intruso.
Mientras bajaba la escalera, deslicé la mano sobre la madera del pasamanos, y
me imaginé a Federico dando las buenas noches y subiendo a dormir o a trabajar,
y luego imaginé un sueño largo, muy largo, y al instante unos turistas
visitando aquella casa, yo entre ellos al pie de la escalera a la mañana
siguiente de un verano de 1934. En los Refugios de la Guerra me imaginé el
miedo de aquellas gentes hace 75 años, me lo imaginé muy próximo, allí sentados
mientras sobre sus cabezas la ciudad era minuciosamente demolida por un
bombardeo, y otro, y otro. En uno de los contrafuertes de una galería aún se ve
un tosco dibujo trazado por alguien con un objeto afilado: es un barco
arrojando una lluvia de fuego sobre población civil, y también lo que parece un
avión rasante… En el pasillo de espera del quirófano, diferenciado del resto de
galerías por las baldosas del suelo (blancas y negras) presentí el dolor, la
incertidumbre, la angustia, y a la mañana siguiente de un espantoso día de 1937
unos turistas estaban allí sentados, yo estaba allí sentado, escuchando al guía
de la visita…
El tiempo.