Merrill,
Merrill, Ned Merrill… Un momento: ¡Neddy Merrill! Claro que lo recuerdo.
Vivía en el condado de…, en una gran casa, con su mujer, Lucinda, y sus hijas. Uno
de esos tipos que transmiten vigor deportivo, la sensación de una inagotable
juventud y una no menos inagotable capacidad de sorprender. Hubo quien decía
que era inmaduro, algo imperdonable cuando se tiene la posición que él llegó a ocupar
en la comunidad. Quiero decir que uno puede excederse un poco con la bebida los
sábados por la noche, y quién no, pero Neddy, bueno, Neddy empezó a dejarse ver
borracho, y a pedir dinero prestado, y luego fingía no recordarlo, y sonreía. Tenía
una sonrisa maravillosa… Qué le pasó… Sí, qué les pasó a los Merrill… Eso no lo
recuerdo; tal vez nunca llegué saberlo exactamente. Neddy Merrill. Caray. Un
domingo de mediados de verano, en el sesenta y cuatro, tuvo la ocurrencia más insólita
que jamás haya concebido nadie: recorrer a nado, desde la casa de los Westerhazy,
donde él estaba esa mañana, los doce quilómetros que le separaban de su casa.
¿Cómo? Siguiendo el curso de un río de piscinas, o dicho de otro modo: cruzar
el condado entrando y saliendo de todas y cada una de las propiedades que
mediaban entre aquella casa y la suya, zambulléndose en sus piscinas, de cabeza, naturalmente (sentía un inexplicable desprecio por los hombres que no se tiran de cabeza),
dejándose abrazar y sostener por el agua verde y cristalina mientras las
cruzaba y saliendo a pulso por el otro extremo, a pulso siempre, nada de
escalerillas… Qué le ocurrió… Se supone que hizo aquel recorrido en un solo
día, en unas horas, y sin embargo bastó para que pasara de la plenitud a la
derrota, del calor al frío, del aprecio de sus vecinos a ser tratado con cierta
displicencia, e incluso con una abierta descortesía… Y dicen que al llegar a
casa…, oh, pobre Ulises fluvial…, al llegar a aquella anhelada Ítaca pareció
que hubieran trascurrido no ya varios días, sino años…
Mi primer encuentro con Neddy Merrill tuvo lugar a
través de la película dirigida en el sesenta y seis por Frank Perry (con escenas rodadas por un joven Sydney Pollack). Es decir:
Ned Merrill tuvo antes que ningún otro rostro u otro cuerpo el rostro y el
cuerpo de Burt Lancaster. Fue en el verano de 1991, imagino que tórrido: donde
vivo no existe otra clase de veranos. Si alguien creyó que aquella historia de piscinas
iba a refrescar el ambiente, se equivocó de medio a medio: El nadador es la película más triste que he visto nunca. Yo, que
nada sabía de ella, y que ni siquiera conocía aún el nombre de John Cheever, autor
del cuento en que se basa, estaba convencido de que contenía la no menos tórrida
canción Mad about the boy, de Dinah
Washington, pues había sacado la errónea conclusión de que si sonaba en cierto conocido
anuncio de vaqueros que remedaba la película, era porque formaba parte de su
banda sonora. Pero nada más lejos: la música de El nadador, compuesta por Marvin Hamlisch (El golpe, Tal como éramos),
no sugiere sensualidad, sino todo aquello que la película acaba siendo: la
confusa e itinerante crónica de un cataclismo personal en absoluto anunciado.
Neddy Merrill es uno de los más patéticos perdedores de la historia de la
literatura -y de la del cine-, patético no en esa acepción apócrifa de ‘ridículo’
que se le viene dando al término, sino tal y como lo define el diccionario: ‘Que
es capaz de mover y agitar el ánimo infundiéndole afectos vehementes, y con
particularidad dolor, tristeza o melancolía’. Y es precisamente por eso que en
el Loser se recuerda su viaje a través de las aguas color zafiro del río
Lucinda.
John Cheever, 1912-1982 |
Dos años después de ver la película leí por fin el
cuento. Si la opinión que merece el film de Frank Perry está sujeta a controversia, la
admiración hacia el texto de Cheever es unánime. Conmovedoramente influido por
Scott Fitzgerald en más de un sentido («Yo
soy, él fue, de los que leen las dolorosas historias de los escritores alcohólicos
y autodestructivos con el vaso de whisky en la mano y las lágrimas rodando por
las mejillas», escribió en sus Diarios),
los relatos de Cheever, y muy especialmente El
nadador, destilan una romántica melancolía vestida con las galas del
ascenso social, su fragilidad, sus imposturas, sus caídas. Cuando hoy pienso en
la historia de Neddy Merrill, pienso sobre todo en su fuente literaria. Es
cierto que la película resuelve visualmente no solo la imagen física de Merrill
–Burt Lancaster es Ned Merrill-, sino
también la del condado en que transcurre la historia (probablemente Westchester,
en el sur del Estado de Nueva York), sus casas, las piscinas, el aspecto de los
personajes. Sin embargo, el relato contiene una de las más soberbias
manipulaciones narrativas del tiempo que jamás se haya hecho, al punto de crear
para el texto un espacio propio en la frontera misma entre lo fantástico y lo realista.
En este sentido, la primera escena de la película es casi
idéntica a la del cuento, sólo que en ese casi está contenido un elemento determinante
para entender las diferencias entre una y otro: la aparición de Lucinda, la
mujer de Merrill, que participa en el primer diálogo del cuento y llega a
preguntarle a su marido where he was going cuando le ve alejarse por el césped.
Neddy ya ha creído descubrir, con una
mentalidad de cartógrafo, la línea de piscinas, la corriente casi subterránea
que iba describiendo una curva por todo el condado, le ha puesto a ese nuevo río el nombre de su mujer y ha decidido recorrerlo
a nado hasta su casa. Sabemos ya que se considera a sí mismo, de una manera vaga y sin darle apenas
importancia, una figura legendaria. El día es espléndido, el sol calienta,
las aguas son de un verde cristalino…
En el relato de Cheever, cada inmersión en ese río de
la vida parece que acelerase el tiempo sin que Merrill llegue a tener plena
conciencia de ello; en la película (donde Lucinda tan sólo es mencionada), cada
piscina incide un poco más en esa progresiva y confusa intuición de que el
tiempo parece haber pasado ya, antes incluso de iniciar su viaje. El tiempo, en
cualquier caso, fluye intermitente, como las piscinas, como los recuerdos; las
lagunas de la memoria son aquí, a la inversa, largos tramos secos, ajenos al
tiempo líquido: espacios boscosos, caminos de tierra o grava, la accidentada
interrupción de una autopista, ante la que se sabe fuera de lugar, vulnerable,
amenazado, ridículo incluso. En algún punto encontrará hojas amarillas caídas
de los árboles, el cielo se oscurecerá antes de tiempo, la lluvia acentúa
penumbras otoñales, él siente frío, está cansado, no es capaz ya de lanzarse de
cabeza, ni de salir a pulso, algunas propiedades por las que atraviesa parecen
cerradas hace tiempo, algún vecino fue operado hace años y él no lo recuerda,
alguien le dice que lamenta el que le hayan ido tan mal las cosas, ¿de qué
habla?, la populosa y sumamente clorada piscina municipal supone un remanso de aguas estancadas en el río
Lucinda, más hojas caídas, salen las estrellas, y él no se explica qué fue
de las constelaciones de pleno verano, y rompe a llorar por primera vez desde
que era niño.
Entonces llega por fin a casa…