miércoles, 26 de febrero de 2014

Anna Karenina, la tercera mujer

Llegó al fin Anna Karenina al aposento de mi imaginación que siempre les estuvo reservado a ella, a Anita Ozores y a Emma Bovary, sobre todo desde que a mis veintitrés años quedara prendado de La Regenta, la excelsa novela de Leopoldo Alas, "Clarín". Otros tantos años permaneció a solas la de Vetusta en ese espacio tan íntimo, el tiempo que tardó en entrar en mi vida Emma, tan hermosas las dos sentadas una frente a la otra, la francesa, eso sí, con la sombra de su terrible agonía cruzándole de tanto en tanto los ojos y removiendo con la lengua el espeso gusto a tinta del arsénico que no recuerda haber comido a puñados. Han estado calladas, mirándose de hito en hito, y eso que, aunque sus épocas estuvieran separadas cerca de treinta años, conocen, de algún modo, sus historias: cosas de mi imaginación. Ahora observan a Anna Karenina, recién llegada, que luce una distinción en el vestir más espléndida que la suya, como corresponde a una mujer de la alta sociedad petersburguesa. Anita Ozores ocupó también una elevada posición social, pero en una pequeña ciudad de provincias española, nada comparable, y la heroína de Flaubert fue, para su vergüenza, nada más que la esposa de un médico rural. La joven dama rusa es muy bella también, y lo que asoma a veces a sus ojos es el breve estupor horrorizado ante su última e irreparable decisión: en el silencio de este aposento de mi cabeza puede escucharse un eco lejano de vagones desplazándose, de pesado rodar sobre raíles, de hierros. Saben, sí, las unas de las otras, pero no de su propio final: saben que Emma se envenenó, que Anna se arrojó al tren, que esa nauseabunda sensación que tiene Anita Ozores de haber sido rozada en la boca por el vientre viscoso y frío de un sapo es el tacto de un beso dejado en sus labios por un acólito durante un desvanecimiento en la catedral de Vetusta. Comparten mucho más que el haber sido adúlteras en el siglo XIX: comparten sobre todo la valentía de haberlo sido, la necesidad de experimentar verdadero amor y la certeza de que sus maridos no las prestaban la atención que merece una mujer. Compartieron el secreto estremecimiento del deseo, la lucha interior para resistirse a él, la negativa primera y la gozosa rendición; comparten una forma egoísta de rebeldía, pero rebeldía al fin y al cabo, y el placer de la lectura, ideas románticas, el hastío, el vaivén de los carruajes tirados por caballos, un palco en un teatro, un baile, el haber sido objeto del desprecio hipócrita de sus sociedades, el olor a incienso prendido en el encaje de sus pecados: no se entienden las tribulaciones de La Regenta sin la catedral y la comezón del canónigo magistral; Emma se entrega a uno de sus amantes a la salida de la catedral de Ruán; el ambicioso Alekséi Karenin, tras ser abandonado por Anna, se entrega a un misticismo mitad religioso mitad esotérico que acaba por decidirle a negarle el divorcio a su esposa. Comparten las tres ser el centro de una pluralidad extraordinaria de personajes literarios y darle su nombre al título de las novelas en que cobraron vida, aunque no los nombres que les eran propios, sino el de sus maridos: Bovary, Karenin, incluso la española, que por tradición no pierde el apellido al casarse, da nombre al libro de acuerdo con el apelativo que le venía a través del cargo que tuvo su marido, Regente de la Audiencia de Vetusta. Pero entre tantas cosas como comparten, ni Anita Ozores ni Emma Bovary entienden la actitud de Anna Karenina; ellas, que fueron engañadas por sus respectivos amantes, saben que el de la rusa, el conde Vronski, la amó verdaderamente y hasta el final, que renunció a su carrera militar por ella, que llegó a pegarse un tiro cuando creyó haberla perdido, que nada hubiera deseado tanto como casarse con Anna y dar su apellido a los hijos de ambos, a la que tuvieron y ella nunca quiso de verdad y a los otros que Vrosnki hubiera deseado tener. Ana Ozores, cuya virtud era una superstición en Vetusta, cayó en las redes de un Tenorio de casino; Emma se entregó por completo a sus dos amantes para saciar no sólo sus apetitos, sino también los de ellos, y se endeudó con los engaños de un comerciante sin escrúpulos, y lo perdió todo, y no encontró ayuda en ninguno de los dos; ¿pero Anna Arkadevna? Bien es cierto que cuando renuncias a tu hijo por un hombre ese hombre jamás estará a la altura de tu sacrificio, pero dejarse ofuscar tan desmedidamente por los celos, ahogar sus sentimienbtos con un amor cada vez más apasionado y egoísta, matarse por ira, por deseo de venganza, por repugnancia, para castigarlo, sí, y salir victoriosa; pensar de antemano y con placer que con su muerte él se atormentaría, se arrepentiría y veneraría su memoria cuando ya fuera demasiado tarde; matarse así, de esa manera tan enloquecida…. Y sin embargo, Ana Ozores y Emma Bovary saben que las páginas de la gran novela de Tolstói apuntan a ese tren: en los juegos de los niños, en los primeros encuentros de los amantes futuros, en la nieve que revolotea en las estaciones y golpea las ventanillas, en la muerte de un guardavías que tan inoportunamente le viene a Anna a la cabeza en lo peor de su enajenamiento, en ese sueño recurrente y compartido en cierta ocasión con Vronski -¡qué gran momento literario!- donde un viejo de barba enmarañada hace algo inclinado sobre unos hierros y pronuncia unas palabras en francés… Y callan las tres, juntas ya en mi imaginación, leídas y conocidas y amadas al fin, pues saben que también las mujeres desdichadas lo son cada una a su modo, aunque durante el breve, intenso e irrenunciable instante de felicidad que le arrebatan al destino se parecieran tanto unas a otras.

Fotografía: Vivien Leigh como Anna Karenina (Julien Duvivier, 1948)

jueves, 20 de febrero de 2014

“Carmina Burana” según La Fura dels Baus


El impudor sensorial y satírico de los poemas goliardescos filtrándose en libertinos latines por entre las tinieblas del medievo, la música a la vez solemne y faunesca de Carl Orff, la incontinencia escénica de La Fura dels Baus…, todo eso es este Carmina Burana que quiere salirse del escenario y a ratos llega a hacerlo (como baile de doncellas-luciérnaga por todo el teatro, como un arrebatado  barítono recorriendo los pasillos a pecho descubierto, como un perfume que se difunde sutilmente entre las butacas, como una soprano que una grúa eleva y gira y extiende hacia nosotros). 

Estamos más acostumbrados a ver el Carmina Burana interpretado por una orquesta que ocupa la totalidad del escenario y un coro situado al fondo. Esta disposición sinfónica nos permite disfrutar de la música, pero no dice mucho sobre el contenido de los cánticos (a menos que uno sepa latín). Cabe recordar aquí que los goliardos fueron clérigos vagabundos o estudiantes juglarescos con la bolsa vacía que en la Europa de los siglos XII y XIII iban de un lado a otro cantándoles a las gentes acerca de los goces terrenales. Frente al recogimiento litúrgico de los cantos gregorianos, los goliardescos proponían el disfrute sin medida de la juventud. El montaje ideado por La Fura escenifica con esa extravagante aparatosidad y esa imaginación desbordante propias de su concepto del espectáculo teatral lo que las voces elevan y los instrumentos sugieren. La orquesta está oculta en el interior de un gran cilindro de tul, blanco y translúcido, que hará las veces de caverna platónica, de tal modo que una exuberancia de alegorías en movimiento se proyectan en su pantalla convexa como si se tratara de imágenes de un sueño, estallan en ella y palpitan y bucean y cabalgan y se desnudan y besan y se perfilan la línea de un ojo enorme; a un lado y a otro, el Coro, iluminados cada uno de sus miembros individual y fantasmagóricamente. Y esa gran mente creativa del tul que contiene a la totalidad de la Orquesta Ciudad de Almería –también, naturalmente, a su director, Michael Thomas- se abre apenas lo suficiente para que de tanto en tanto de ella surjan doncellas que se bañan en una cascada de luz o criaturas acuáticas de sensuales formas femeninas o sátiros bañándose en un vino ensangrentado o brazos de siete leguas en cuyo extremo, allá en lo alto, se asa lentamente un cisne contratenor chamuscado por las brasas. 


A través de los 24 cantos medievales escogidos en 1936 por Orff para ponerles música, se nos ofrece, antes que nada, una severísima y aparatosa invocación a la Fortuna, variable como la luna, que es la pieza más conocida y sombría de la obra, y en la que laten unos impetuosos aires de aquelarre; llega después una exaltación de la primavera y de sus goces, un encomio de los deleites tabernarios, y de ciertos  juegos nada inocentes en el jardín, y de variadas travesuras amatorias. En el bosque placentero un coro de doncellas ofrece la felicidad, y la tibieza voluptuosa de la primavera apresura el corazón del hombre hacia el amor y derrama la miel del placer; en el reverdecido y noble bosque brota la añoranza por el amante y el deseo de bocas dulces de color rosado; sin cadenas que aten ni llaves que retengan -continúan diciendo los cantos-, la búsqueda de los iguales propicia el encuentro con la perversidad, con la depravación, con el olvido de la virtud, e irrumpe una larga sucesión de brindis, una por el tabernero, otra por los cautivos, otra por la vida, y por todos los cristianos, y esta por los mártires, y por los hermanos enfermos, y por los soldados en guerra, bien entrada ya la embriaguez inevitable y desatado el jolgorio, esta por los hermanos errantes, esta por los monjes disgregados, esta por los navegantes, esta por los desavenidos, esta, sshhh, esta por los penitentes, y esta por los viajeros… y después, con una música más atemperada, alzan el vuelo las voces delicadas y unánimes del coro infantil, el amor vuela por todos lados y es capturado por el deseo, entonan…

Todo cuanto veo y escucho me asombra y me cautiva, pero como padre mi interés principal está en ese coro infantil, en su aparición al llegar el canto número quince, vestidos de negro y con una luz espectral iluminándoles desde muy cerca las caras pintadas de blanco, Amor volat undique, / captus est libidine, recorriendo luego, despacio y en penumbra, el escenario de una punta a otra buscando con sus menudas luces los cuerpos de las doncellas dormidas; y luego otra vez hacia el final, en el canto veintidós, uno de los más agitados, Oh, oh, oh, / totus floreo, / iam amore virginali /totus ardeo… Y tras el Oh Fortuna final, el aliento hasta ese momento contenido de los espectadores se desborda en una apoteosis de aplausos.



La cantata escénica Carmina Burana, de Carl Orff, en versión teatral de La Fura dels Baus y con la Orquesta Ciudad de Almería y su Coro, fue representada en el Auditorio Maestro Padilla de Almería los días 14 y 15 de febrero. Las fotografías están hechas durante el ensayo general del jueves 13 (Fotos: JFH)

domingo, 2 de febrero de 2014

De la necesidad de crear historias (revista Análisis)


(Para la Revista Análisis, de Psicoanálisis y 
Cultura de Castilla y León. Número 27, diciembre 2013)


En su prólogo al Libro de sueños, del que fue compilador, Jorge Luis Borges aventura que aceptar en su literalidad la metáfora de que el alma humana, cuando sueña, es a un tiempo teatro, actores y auditorio, tal y como fue planteada por el escritor y político inglés Joseph Addison a comienzos del siglo XVIII, «podría conducirnos a la tesis - peligrosamente atractiva, añade de manera no menos excitante- de que los sueños constituyen el más antiguo y no menos complejo de los géneros literarios». En otro texto, dedicado a Nathaniel Hawthorne, Borges señala que Jung equiparó las invenciones literarias con las invenciones oníricas; el epistemólogo francés Gaston Bachelard, por su parte, en un libro que pudo titular «Psicoanálisis del agua», en correlación con su Psicoanálisis del fuego, ya publicado, pero que finalmente dio a la imprenta en 1942 con el título de El agua y los sueños, afirma que «en el orden literario todo es soñado antes de ser visto, aún la más simple de las descripciones». Si queremos vincular creación literaria y psicoanálisis habremos de tomar el camino de los sueños.

En cierta ocasión le oí decir a un por entonces joven novelista que escribir es un proceso de hacer consciente lo inconsciente. Tal vez sea una manera de explicar por qué algunos escritores sostienen que son sus propios psicoanalistas. La soledad juega un papel importante en ese proceso: es imprescindible para abrirse a la imaginación, o para que la imaginación se abra paso en uno, para descender a la memoria a través de las palabras, para indagar en los símbolos y tantear una intuición hasta identificar un determinado recuerdo, recobrar un olor, darle sentido a la persistencia de un sabor o una melodía. Escribir es empezar a buscar una manera de expresar una idea, de darle forma, y acabar descubriéndose escondido en sus alrededores; es esa arqueología introspectiva de la que hablaba Freud, es desvelar, a menudo involuntariamente, por caminos que no apuntaban al hecho desvelado, lo que uno ignora de sí mismo. El poeta astur-leonés Antonio Gamoneda, en la huella del «no saber sabiendo» de San Juan de la Cruz, lo expresó de manera precisa: «Yo no sé lo que sé hasta que no me lo dicen mis propias y ya escritas palabras».

Y no, no tiene que tratarse de una búsqueda consciente de uno mismo: casi nunca lo es. Pero el material al que se acude para construir y dar solidez y veracidad a una ficción literaria está en uno mismo, allí donde se produce la asimilación de todo cuanto nuestros sentidos perciben, y donde, sin que seamos conscientes, conocimientos cercanos se mezclan con los más remotos recuerdos. Que los sueños nos convoquen a la fantasía y alimenten nuestro afán de crear historias o de conocerlas tal vez tenga que ver con la inclinación natural –y peligrosamente atractiva, también- de escudriñar en lo oculto.

Jorge Luis Borges

La explicación que prefiero de todas cuantas he leído acerca de la relación entre la literatura y los sueños es la que propuso María Zambrano en Los sueños y el tiempo. De entrada, la idea que Zambrano tiene de los sueños difiere de la de Freud en que, según nuestra autora, más importante que interpretar su contenido o el significado de sus imágenes es descifrar el comportamiento del sujeto privado de tiempo, las acciones que en tal estado le es imposible realizar. 

«El tiempo es la raíz de toda experiencia», asegura Zambrano, de ahí, tal vez, la necesidad que el hombre siente de rescatar su pasado, entendiendo por pasado «no lo que fue, sino lo que ya no es». En el caso de los sueños, como «cara en sombra de la vida», dice, se trataría de un caso de rescate de lo oculto o lo perdido. Pero, ¿cómo se entra en el sueño? Para empezar, María Zambrano nos dice que «dormir es regresar»: no existiría el soñar si la vida no fuese inicialmente sueño. Al entrar a diario en el estado de sueño, el ser humano «roza el abismo de su nacimiento», y multitud de sueños pueblan ese dormir, aunque más tarde sólo aparezcan en el recuerdo los que preceden al despertar, y aún algo de estos sueños más inmediatos se desvanece en seguida, se hunde a través de la conciencia en el recóndito lugar donde se originaron.

Al dormir, pues, caemos en un tiempo que sabemos que ha transcurrido pero que no cuenta para nosotros, pues es tiempo interrumpido, es ocultación. La psique (que es mucho más que nuestra mera conciencia, que es nuestra alma) «se hunde en la atemporalidad cuanto más herida está por algo», y se refugia allí, y «se convierte en puro sentir, y se entrega a su llanto, a su resentimiento, a su padecer cualquiera que éste sea»: son palabras de Zambrano, quien se pregunta también por el autor que engendra las historias de los sueños. Según la pensadora malagueña, los sueños son «el primer paso en el camino de la representación». Sin duda, los sueños se urden con elementos de la realidad, pero he aquí que interviene en su elaboración digamos argumental lo que María Zambrano llama la «psique novelera», la cual «novela a ciegas», confusamente, «por hambre y prisa» de inventar historias que demuestren lo que pasa y por qué pasa. 

De estas historias quedará al despertar no más que una resonancia, dice, la confusa sensación de que ha ocurrido algo, y de que hemos sufrido, pues sólo el sufrimiento ha sido real. Queda «la resonancia de la emoción». Los sueños no se incorporan al pasado, se desvanecen. Pero si son recordados, lo son en una forma simplificada, y poseen el carácter de una intromisión: aparecen ahí, se dejan ver quietos, algo esquemáticos y dispuestos a ser captados, efectivamente, como historia, dispuestos a ser ordenados; y, en cualquier caso, de una parte sustancial nunca recordaremos nada. Y he aquí una reflexión de María Zambrano que a mí me resulta particularmente interesante: en este punto, en la confluencia de lo que recordamos confusamente de nuestros sueños y lo que somos conscientes de haber olvidado, es donde aparece la necesidad primaria de crear historias, una necesidad irreprimible de representar ese sufrimiento que vagamente sabemos que hemos experimentado en sueños, pero para el cual no tenemos una clara explicación en la vigilia.

María Zambrano


La hipótesis de María Zambrano, mitad filosófica mitad poética, probablemente no sirva para dilucidar todas las manifestaciones literarias, pero esa idea de que la razón del porqué escribimos ficción pudiera residir en el deseo, en la necesidad incluso, de recuperar un sufrimiento que sospechamos, tan solo sospechamos, haber experimentado en sueños, de atraerlo a la realidad desde el mundo onírico para encontrarle sentido, me parece sumamente sugestiva por cuanto es un reflejo inverso de la necesidad casi terapéutica de sepultar en el olvido las razones de un sufrimiento real, y también porque María Zambrano parece insinuar, en cierto modo, que desde un punto de vista creativo es más fecundo el dolor que la felicidad. Que la historia de la literatura esté repleta de grandes desdichados, ¿no avala esta hipótesis? Acaso esa ineludible soledad del escritor y la interiorización a la que su trabajo le empuja no sean del todo ajenos a este hecho. Son dos soledades, una cerrada sobre la otra: la del espacio físico y la de un orden puramente mental. José Ángel Valente refutó que la poesía sea comunicación; antes al contrario, es, escribe, incomunicación, es «cosa para andar en lo oculto», «para adentrarnos en una habitación abandonada cuya puerta se puede cerrar desde dentro sin que nadie en el exterior sospeche que una puerta se disimula en el muro». Y lo que sirve para el poeta sirve, a su manera, para el novelista, del que Antonio Muñoz Molina dice que es «un califa que se aburre en el palacio gramatical del yo, y una voz que se disuelve en muchas voces y que se detiene a escucharlas todas para distinguir la única que es la suya».

Encerrados voluntariamente en el interior del verso que componemos o recorriendo los extensos salones de nuestra imaginación solitaria para adivinarnos en la identidad de los otros; escarbando figuradamente allí donde el resultado de nuestra observación se funde con lo que hemos vivido y se convierte poco a poco en lo que vamos siendo; mirándonos actuar desde una onírica platea en la que somos todos los espectadores y reconociéndonos a un tiempo en cada elemento del decorado y de la decoración, en las bambalinas y en los ornamentos de los palcos, en el atrezo sobre el escenario y también en el terciopelo de las butacas: somos, en cualquier caso, lo que escribimos, aunque escribamos sobre personas ajenas a nosotros, de la misma forma que antes somos lo que soñamos; somos, quizá, fragmentos de ese otro género literario no menos antiguo ni complejo ni peligroso que es la vida.