miércoles, 24 de septiembre de 2014

Aquella verdad incómoda y no escuchada

La película El día de mañana (The Day After Tomorrow, 2004) hizo que la atención del común de los mortales se dirigiera hacia a los científicos que llevaban años alertando sobre el cambio climático sin que a nadie le hubiese importado hasta entonces, y los científicos pudieron, al fin, explicarse: puesto que la película del habitualmente absurdo Roland Emmerich planteaba un nuevo tipo de catástrofe (la mitad de la Tierra se sume en una repentina glaciación a causa del debilitamiento de las corrientes del Oceáno Atlántico), la gente quería saber si eso que allí se contaba podía realmente pasar o era todo pura ciencia ficción. La respuesta –por ejemplo de Miguel Delibes de Castro, entre otros- fue que la superproducción hollywoodiense carecía de aspiraciones científicas, pero reproducía una situación real: los científicos advertían del peligro del calentamiento global y los responsables políticos hacían oídos sordos; los desastrosos efectos de una gran alteración climática que la película comprimía en unas pocas semanas podrían llegar a ocurrir, dijeron, en un periodo de tiempo mucho más largo pero asombrosamente corto en términos geológicos.

Cuando vi Una verdad incómoda (An Inconvenient Truth, 2006), la película documental de Al Gore, yo ya tenía una nutrida carpeta de recortes de prensa con noticias sobre calamidades  naturales ocurridas por todo el planeta -huracanes, inundaciones, sequías dantescas, tornados-, y su relación con los informes periódicos del Panel Intergubernamental sobre el Cabio Climático-IPCC; había leído, además, el hermoso libro de los Delibes, padre e hijo, La tierra herida (2005), y el de Tim Flannery, La amenaza del cambio climático (2006), en el que estaban explicadas muchas de las cosas que luego puede ver en la película de Gore. Sabía, pues, que todo aquello que nos mostraba quien pudo ser presidente de los Estados Unidos tenía, en efecto, una incontrovertible base científica. Recuerdo bien aquel primer impacto que me produjo tan inconveniente verdad, la que los políticos se negaban a aceptar porque de admitirla “no podrían evitar la obligación moral de realizar cambios importantes”. Recuerdo la duración del estremecimiento, del miedo. A Al Gore, un hombre honesto, realmente comprometido con el medio ambiente, le ganó la presidencia un ex alcohólico vinculado con la industria petrolífera, no en las urnas, sino en el Tribunal Supremo y después de unas elecciones con olor a golpe de estado, y un año después el nuevo presidente urdió una mentira alrededor de una escusa para atacar e invadir un país productor de petróleo: la historia de la humanidad está tejida con conjuras y tragedias así. Pues bien, aquella primera vez que vi Una verdad incómoda me dije que era la película más importante que se había hecho nunca, y aún lo pienso. Sigo viéndola una vez al año.

Sólo en una cosa no estaba de acuerdo con Gore: tal y como explicaba la situación, pensar que todavía era posible frenar el cambio climático parecía una quimera. Poco después, James Lovelock dijo lo mismo en La venganza de Gaia (2007). Lovelock formuló en los años sesenta la llamada hipótesis Gaia: que la Tierra es un sistema vivo autorregulado, en cierta forma un solo gran organismo formado por todos los seres vivos que lo habitan, teoría que se recibió con escándalo y hoy está ampliamente reconocida: la biosfera, en efecto, tiene un efecto regulador sobre el medio ambiente de la Tierra, que interviene para conservar la vida. Ahora, con 87 años, Lovelock afirmaba que ya era tarde para corregir los efectos del cambio climático, que el tiempo del “desarrollo sostenible” había pasado y estábamos ya en el de “la retirada sostenible”, que no se acercaba el fin del mundo ni de la humanidad, sino el de la civilización humana, que aun tomando medidas inmediatas la población se reducirá a un 10% o un 20% antes de que acabe este siglo, y proponía la necesidad de crear un gran manual de filosofía y ciencia para los supervivientes, editado no en soporte digital, obviamente, sino “en papel duradero, con una buena impresión y encuadernación”. Para cualquier otra cosa, ya es demasiado tarde. En relación con los combustibles fósiles somos, escribe Lovelock, “como el fumador que disfruta de su cigarrillo e imagina que ya dejará de fumar cuando los daños sean tangibles”.

Los mandatarios reunidos en Nueva York para una nueva cumbre sobre el clima –que ha pasado casi desapercibida- siguen creyendo que hay tiempo, y los mensajes son más o menos los mismos que hace diez años, cuando se decía que de no tomarse medidas inmediatas se llegaría a un punto de no retorno. Y dos imágenes me vienen a la cabeza: la de esas pantallas ubicadas en las plazas de Pekín para retransmitir en directo el amanecer, pues la densa contaminación que cubre la ciudad impide verlo, y la de ese séptimo continente hecho de basura que se desplaza por el océano Pacífico. Más allá de los gestos ampulosos en las grandes tribunas internacionales, la realidad es que somos demasiados dañinos y que el huésped probablemente se vaya a sacudir las pulgas.

Al Gore. Una verdad incómoda

miércoles, 17 de septiembre de 2014

Ávila de Teresa

El verano comienza con una fiesta fin de curso en el colegio de tu hija y se hace definitivamente pasado apenas se reanudan las clases. Como para confirmarte que entre medias hubo vida, por más que se antoje a estas alturas imposible de tan fugitiva, de tan repentinamente remota, tomas la guía de Ávila que adquiriste a finales de junio. El libro fue en principio una excitante promesa de lugares por descubrir, y entre sus páginas están ahora guardadas las entradas que os facilitaron el acceso a la Catedral, al Monasterio de la Encarnación, a la Basílica de San Vicente, al Monasterio de San José, al Museo de Santa Teresa, a la muralla misma.

Me habían dicho que Ávila era hermosa pero algo aburrida. ¿Aburrida? No sé qué esperan otras personas de las ciudades que visitan, yo las juzgo por el asombro que me provocan, y Ávila fue para mí dos días de boca abierta, de fascinación casi infantil, de andar mirando absorto a un lado y a otro sin dejar de encontrar a cada paso tesoros de tiempo detenido, una infinidad de detalles en piedra que hacen de Ávila una ciudad de cuento medieval, dormida por fuera y palpitante de historia por dentro, abrazada a sí misma, dejándose invadir pacíficamente a través de sus nueve puertas, cada una de ellas diferente –dos parecidas entre sí, la del Alcázar y la de San Vicente-, cada una con su personalidad y su leyenda. Entre las páginas del libro está también, algo estropeado en sus dobleces, el plano con el que la recorrí por dentro y por fuera, por la mañana, por la tarde y por la noche. Conservo los planos de las ciudades que visito, porque mientras me guiaron por sus calles fueron para mí una especie de mapa del tesoro, y ahora ese tesoro por desenterrar es el recuerdo. El de Ávila tiene escrito a bolígrafo las indicaciones que yo mismo establecí para hacer, de todos los recorridos posibles, el que elegimos: la Ávila de Santa Teresa.

La mágica capital abulense está instalada ya en la celebración, el año que viene, del quinto centenario del nacimiento de quien es patrona de los escritores en lengua española (dato que no conocía hasta leer la guía, por cierto). Habrá, sin duda, varias maneras de abordar el acontecimiento, tantas como mujeres fue Teresa de Cepeda y Ahumada en una sola: unos conmemorarán los quinientos años de la religiosa, de la santa, de la mística, de la reformadora carmelita, de la fundadora de conventos: la Teresa de Jesús envuelta en sus hábitos; para otros será ocasión de recordar a la insigne escritora que, queriendo dar testimonio de espiritualidad a las monjas de su orden religiosa, nos dejó también una personalísima y muy potente voz literaria, deliberadamente espontánea, improvisada, llana, sin afectación, próxima a cierta clase de rusticidad idiomática, de estilo ermitaño, se ha llegado a decir, pero en cuya expresión, no obstante, trataba de buscar la precisión lingüística: es la Teresa de la pluma y el libro en las manos; otros verán, antes que a la monja adulta, a la niña que fue, la que devoraba libros de caballerías, quijotesco hábito que tomó, ochenta años antes que el ingenioso hidalgo cervantino, de su madre, y en el cual gastaba muchas horas del día y de la noche (“Era tan extremo lo que en esto me embevía, que, si no tenía libro nuevo, no me parece tenía contento”, escribió en el libro de Su vida); de la biblioteca de su padre, romanceros y vidas de santos: es esa Teresa “avidísima de lectura y de inquietud intelectual insaciable” que describió Víctor García de la Concha, y en quien reconozco mi propia inclinación desmedida por los libros. Habrá también (lo hay ya y lo hubo a lo largo del siglo XX) quienes celebren a la mujer pre-feminista, defensora activa de “los valores de la femineidad”, de la “liberación espiritual de la mujer” (García de la Concha), esa “patrona del feminismo”, como la llamó el pasado mes de  junio el premio Cervantes José Jiménez Lozano, esa mujer genial, como afirmó Kate O’Obrien, una escritora irlandesa embrujada por Castilla en general y por Ávila en particular, autora en 1951 de una apasionada biografía de Teresa de Jesús que este año, al fin, ha visto la luz en español (Teresa de Ávila, editorial Vaso Roto).


Ávila desde Los Cuatro Postes


Muralla atemporal; al fondo, la espadaña que señala la Puerta del Carmen.

Desde el adarve de la muralla se divisa de otro modo la Catedral, la primera gótica de España y la que está a mayor altitud, templo-fortaleza entestado en la propia muralla 

Basílica de San Vicente, desde el adarve de la muralla: impresionante templo románico edificado, según la tradición, sobre la tumba de los hermanos mártires Vicente, Sabina y Cristeta, cuyo prodigioso cenotafio de piedra policromada deja atónitos a los visitantes.

Entre las almenas se divisa el Monasterio de la Encarnación, extramuros y con la torre mudéjar de la iglesia de San Martín en primer término. En él ingresó Teresa de Ávila en 1533, y de él salió en 1962 para fundar sus conventos de descalzas, y tras sus muros habría experimentado, según se dice, las místicas visiones y los episodios de levitación.


La muralla desde el Monasterio de la Encarnación, con espalda y frontal de la estatua de la Santa.


Ávila nocturna: muralla desde la Puerta del Mariscal.


Puerta del Alcázar, noche eterna frente a la plaza de Santa Teresa. 


Fotos: JFH

miércoles, 10 de septiembre de 2014

Una inmejorable cosecha otoñal de libros

Hace muchos años que dejé de estar pendiente de las novedades literarias, como de los estrenos cinematográficos. Es inevitable enterarse de lo que va saliendo, claro, pero siento que no es por mí por quien siguen editando nuevos libros ni rodando más películas. Como consumidor de cultura soy definitivamente un outsider. A mi juicio, la literatura y el cine no atraviesan por un periodo de decadencia: lo harían si el lector y el espectador exigentes pudieran advertir que hay realmente otra orilla, aunque sólo fuera una remota línea de esperanza en el horizonte. Pero no la hay –ni orilla ni esperanza-; hay, quizá, un fondo, pero espero no estar ahí para ver cuándo lo tocan. La literatura y el cine, tal y como yo los entiendo, están en un proceso de descomposición; si se quiere, en un proceso de transformación en otra cosa, lo acepto, pero esa cosa no será ya ni literatura ni cine. Afortunadamente, varios siglos de poesía, narrativa, teatro y ensayo nos han dejado una reserva casi infinita de grandes obras maestras por leer. En cuanto al cine, bueno, seguiremos dándole vueltas y vueltas a las mismas películas que siempre logran emocionarnos.

Digo esto porque, inesperadamente, y como para contradecir todo lo anterior, me encuentro con el anuncio de que este otoño todos o casi todos los escritores por los que aún siento respeto van a publicar nuevos libros. Abrumadora coincidencia que a alguien tan desengañado como quien esto escribe no deja de causarle sorpresa y, sí, lo confieso, un verdadero entusiasmo. En términos agrícolas, podríamos decir que será una excelente cosecha.

Vayamos por partes: a la ya anunciada novela póstuma de Ana María Matute, Demonios familiares, se suman novelas del maestro Juan Marsé, Noticias felices en aviones de papel, y de Javier Marías, Así empieza lo malo. Además, dos escritores a quienes tengo una enorme admiración desde sus primeras novelas, esa clase de escritores que forman parte importante de tu vida y con los que uno ha ido haciéndose mayor libro a libro, coincidirán también en las librerías: Belén Gopegui, con El comité de la noche, y Luis Landero, con El balcón en invierno. Creo de justicia mencionar también la primera novela de Miguel Sanfeliu, Parece que cicatriza, a publicar por Talentura. Y esto es sólo el comienzo.

Hay un libro que entrará directamente en la historia de la Literatura (lo está ya desde hace años, y sin haber visto la luz, en su forma mítica): Palais de Justice, la breve novela autobiográfica escrita por José Ángel Valente, donde la sombra de Kafka se extiende, dicen, sobre el traumático proceso de divorcio que puso fin al primer matrimonio del poeta. Valente (1929-2000) es, tanto en su vertiente poética como en su vertiente ensayística, uno de los más grandes escritores de la pasada centuria, y esta rara obra de ficción narrativa –se acercó muy pocas veces al género-, que ha permanecido inédita, según su deseo, hasta después del fallecimiento de su primera mujer, está llamada a convertirse en uno de los hitos literarios más importantes de lo que llevamos del XXI. (Leer aquí un enriquecedor reportaje sobre la obra).


Pero con ser todo esto tan relevante, si escribo sobre ello es porque he sabido que también Antonio Muñoz Molina publicará –al fin- una nueva novela, cuyo título es Como la sombra que se va. Que se anuncie para tan tarde como el 25 de noviembre me colma de ansiedad: siempre ha sido así, desde que en 1988 leí El invierno en Lisboa: es anunciarse una nueva novela suya y no vivir ya. Puede que suene un poco exagerado, incluso un punto ridículo, si se quiere, pero las cosas (y las debilidades humanas) son como son. Así de principio, su novela, centrada en el tipo que asesinó a Martin Luther King (de nombre James Earl Ray), cuya historia ha sido reconstruida por Muñoz Molina a partir de los archivos del FBI, me trae a la cabeza la magnífica Libra, de Don DeLillo, donde el autor neoyorkino hacía lo propio con Lee Harvey Oswald. Veremos.

Ahora permítaseme confesar al final de estas líneas que, no obstante, el libro que más deseosa y felizmente espero es una colección de relatos titulada La derrota de nunca acabar, de la que es autor Miguel Naveros, y que publicará la editorial Bartleby. Se trata de la primera incursión de Naveros en el terreno del cuento breve (ha cultivado la poesía y la novela, además del género periodístico en toda su amplitud), y apuesto el resto a que éste será uno de los libros de relatos más destacados del año. Juego con ventaja: no lo digo por intuición, sino con conocimiento de causa. 

Miguel Naveros. Foto: JFH

jueves, 4 de septiembre de 2014

Otis «Bad» Blake, un corazón loco


El último ilustre perdedor en llegar a este Hall of Loss, este modesto Salón de la Derrota que ha ido creciendo en las paredes del Loser, es «Bad» Blake (Crazy Heart, 2009), una leyenda del country, el que fue y sigue siendo, a pesar de todo, el «Domador del Amor», 57 años y una voz áspera, de cuero sin pulir, voz de garganta curtida en humo de cigarrillos, turbia de ceniza y vapores etílicos; con cuatro matrimonios a la espalda y un hijo del que nada sabe desde hace veinticuatro años y un puñado de discos que alguna vez fueron un éxito. «Bad» anda metido en una gira en solitario por seis estados, un mes, quinientos kilómetros entre un pueblo de mala muerte y otro pueblo de mala muerte al volante de Bessie, la fiel Chevy Suburban del 78, sentado sobre el hormiguero volcánico de sus almorranas y con una botija de plástico a mano para mear: Arizona, Nuevo México, Texas, carreteras poco transitadas, grandes paisajes, el aire entrando fresco y alborotador por la ventanilla de la camioneta, lo más parecido a un hogar que tiene ahora, un hogar en constante movimiento, cargado de discos y partituras, y un par de guitarras, y un amplificador Fender Tremolux, y algo de ropa más o menos limpia con la que salir al escenario, y qué escenarios, una puta bolera, un piano-bar, sitios así: su agente le va cerrando los contratos y se los comunica por teléfono mientras ambos esperan que ocurra algo que le permita remontar el vuelo.

Porque, amigos, la carrera de «Bad» Blake no va hacia ningún sitio ahora, y no es por eso que bebe -whisky McClure, una marca que solo existe para este corazón loco-: bebe porque ha bebido siempre, porque es lo que hay, canciones, carretera y whisky, y es así que el viejo «Bad» está realmente hecho polvo, y llega a un lugar de estos, y baja de Bessie, se desentumece, se abrocha los vaqueros, acepta indiferente que el responsable del local y los críos con los que tocará le traten como si aún siguiera siendo una estrella de la música, deja pasar el tiempo tumbado en camas de motel esperando que llegue la hora del concierto, con un cigarrillo en los labios y un vaso apoyado en el pecho, y luego canta country blues delante de la parroquia y libera el odio –sweating out the hate, dice en su última canción-, tal vez borracho, tal vez empapado en sudor, tal vez interrumpiéndose para vomitar en el patio trasero, sí, pero siempre con ese algo que le hace especial, capaz aún de llevarse cada noche a una lugareña a la cama o de ruborizar con una ronca galantería a la joven periodista a la que concedió una entrevista, qué feo es este cuarto a tu lado, le dice, no me había dado cuenta de que era un tugurio hasta que entraste; y lo cierto es que la chica hubiera podido ser el amor de su vida, sin duda, qué diablos, de modo que aunque tarde ya –eres el hombre que arruinó su mundo, you are the man that ruined her world-, lo mejor es recoger tu loco corazón y darle una oportunidad más, pick up your crazy heart and give it one more try, dejar de beber y componer esa canción para Tommy Sweet, «The Weary Kind», la mejor canción de tu vida.


Crazy Heart, Corazón rebelde en España -y no loco, vaya a saber por qué-, es una película modesta, que no nos cuenta nada nuevo y que seguramente no hubiera llegado muy lejos de no ser por la maravillosa interpretación de Jeff Bridges. Si hemos de ser justos, interpretación es sólo una manera de hablar: Bridges es «Bad» Blake, no lo interpreta. Éste es uno de esos casos en que parece que toda la carrera de un actor, una carrera muy notable, por lo demás, ha sido una forma de ir haciendo tiempo hasta alcanzar la edad adecuada para convertirse en el personaje de su vida, y hacerlo con toda la sabiduría y la naturalidad acumulada a lo largo cuarenta años y decenas de películas. Y sabe de losers: Si nos olvidamos de un par de títulos iniciales, su primera película destacable fue la última película, o dicho de otro modo, The Last Picture Show, de Peter Bogdanovich, 1971, pura atmósfera decadente en blanco y negro, para, a continuación, coprotagonizar una de las cimas del cine de perdedores, Fat City, de John Houston, historia de ambiente pugilístico donde hay maduros boxeadores que mean sangre y aspirantes inexpertos.

Bridges es un tipo que va por libre en Hollywood. No es una estrella en el sentido que le damos a esa palabra, principalmente porque no ha querido serlo. Tiene un puñado de buenas películas en su filmografía, de todos los géneros; cae bien siempre: es Mr. Nice Guy, el Señor Tipo Agradable. Antes de este corazón loco con sonido country fue, en 1992, un corazón roto en American Heart, donde componía un duro papel de padre ex convicto y drogadicto. Pero de todos esos variados personajes que ha encarnado, hay dos que parecen haberse fundido para dar vida a «Bad» Blake: el primero es Jack Baker, uno de los dos Fabulosos Baker Boys, pianistas de ambiente instalados en una carrera sin brillo: Jack es, de los dos hermanos, el carismático y atractivo, el que hubiera preferido tocar jazz y arrastra un aire de resignada capitulación de hotel en hotel (Steve Kloves, 1989). El otro es el imperecero Jeffrey Lebowski, «The Dude», «El Nota», un tipo sin oficio ni beneficio, desaseado, pasota, jugador de bolos, fumador de maría, bebedor de cierto mejunje llamado ruso blanco (vodka, licor de café y nata líquida), que se ve involucrado en una historia muy Raymond Chandler y acaba espolvoreado de las cenizas de un amigo (Joel Coen, 1989).


Revisando la lista de actores ganadores de un Oscar he de remontarme muy muy atrás en el tiempo para encontrarme con alguno que lo mereciera tanto: no hay un ápice de forzamiento, de impostura, en la manera en que Bridges encarna a «Bad» Blake. Bastaría imaginarse a un Daniel Day-Lewis, a un Sean Penn, a un Russel Crowe, a un Kevin Spacey  o un Nicholas Cage o un Jack Nicholson o un Pacino mismos metidos en la piel de este cantante country para darse cuenta de lo manierista que hubiera podido resultar, lo escandalosamente borracho, lo patéticamente acabado. Esa no es la forma en que Bridges le da vida: Jeff Bridges es absolutamente creíble, más incluso de lo que hubieran llegado a serlo Johnny Cash, Willie Nelson o el gran Kris Kristofferson, de quien, dicen, pudo Jeff Bridges tomar parte de su aspecto. Bueno, quién sabe.


martes, 2 de septiembre de 2014

"Una cena taurina con acento francés"

El presidente del Club Taurino de París, Jean-Pierre Hedoin,
y su mujer, Marie Luce, en la plaza de toros de Almería.
  Foto: JFH

Jean-Pierre Hedoin, presidente del Club Taurino de París, no es esa clase de aficionado a los toros que viaja de ciudad en ciudad y de plaza en plaza siguiendo a un único matador. De hecho, cuando se refiere a la figura del “partidario” –el que se hace de un torero como quien se hace de un equipo de fútbol- tuerce algo la boca y frunce escéptico el ceño, como fingiendo por prudencia no tener nada claro que tal actitud sea positiva. Al igual que otros taurófilos franceses a quienes he tenido ocasión de conocer, Jean-Pierre está más cerca de aquella máxima de Rafael Ortega según la cual el mejor aficionado es aquel a quien más toreros le caben en la cabeza. A él le caben infinidad no ya de toreros, sino de fechas, de plazas, de faenas, de detalles imborrables. Él y su mujer, Marie Luce, llegaron a la Feria de Almería desde la de Bilbao, deseosos de reencontrarse con un público al que consideran particularmente predispuesto al triunfo de los toreros. En eso coinciden con otro ilustre aficionado galo, el filósofo Francis Wolf: les digo que en esta misma casa en la que nos han invitado a cenar, la muy taurina casa de los Córdoba, en la plaza Balneario San Miguel, charlé largo y tendido con Wolf hace ya trece años. Les sorprende y agrada saberlo: naturalmente, lo conocen, son amigos, les une esta bendita pasión.

Jean-Pierre y Marie Luce no son los únicos aficionados extranjeros que visitaron Almería durante la pasada feria taurina. Confundidos discretamente entre los espectadores que este año acudieron al coso de la Avenida de Vilches, han disfrutado también de los toros y del ambiente Lore Monnig, presidenta del Club Taurino de la Ciudad de Nueva York, Muriel Feiner, escritora y fotógrafa neoyorkina afincada en Madrid, presidenta, a su vez, del Club Internacional Taurino, y Paolo Mosole, presidente del Club Taurino Italiano. Creo que es realmente digo de tener en cuenta el hecho de que Almería haya entrado en el circuito de las ferias taurinas que despiertan el interés de los mejores aficionados internacionales. En mi caso, eso sí, lamento que Monnig no pudiera asistir finalmente a la cena del 28 de agosto en casa de los Córdoba, como estaba previsto: lo de las tres nacionalidades reunidas me había permitido ya reflexionar acerca de ese rito geométricamente perfecto alrededor del número tres que son los toros, según leí en un libro del pintor Javier de Juan: tres toreros, tres subalternos de a pie en cada cuadrilla, los tres tercios de la lidia, tres terrenos delimitados por los tres círculos concéntricos formados en el ruedo, tres pares de banderillas, tres puyazos (antes, claro), tres avisos. […]

Leer completo en La Voz de Almería (02/09/2014)



Plaza de Toros de l'Exposition. París. 1889