sábado, 26 de julio de 2014

Matute una vez... y siempre

rase una vez una niña eterna llamada Ana María, cuyo padre, mediterráneo, hubiera podido ser amigo de Ulises, según ella pensaba, y cuya madre, castellana, hubiera podido serlo del Cid, y que a muy temprana edad creyó descubrir a través de sus primeras lecturas que acaso su lugar de procedencia estaba ahí, al otro lado de las letras y las páginas y el érase una vez que le abría a la fantasía; una niña de rebosante imaginación que inventaba y escribía y dibujaba todas aquellas historias que acudían incesantemente a su cabeza quién sabe si como recuerdos muy anteriores a su existencia real; una niña asombrada ante el sindiós de una guerra civil, que perdió la tartamudez en el curso de los muchos bombardeos a los que fue sometida su ciudad, como si se tratara de un gran hipo del habla que el más oscuro de los miedos cortara de golpe, y que en el desbarajuste social de la contienda supo que más allá de la plácida burguesía de la que su familia formaba parte existía esa otra verdad de la gente pobre, la verdad verdadera de las largas colas del pan, la horrible verdad de que el mundo de los adultos estaba gobernado por el resentimiento y la desigualdad; una niña arbórea que a los once años comenzó a escribir una novela titulada “Juanito” que cada noche, a la luz íntima de una linterna, iba leyendo a sus hermanos hasta el suspensivo continuará; una niña rara, según les parecía a todos, que vivía en su propio mundo y le hacía confidencias a su muñeco Gorogó, que su padre le trajera de Londres a sus cinco años; una joven ilusionada que un día hubo de pedirle a su padre que firmase por ella su primer contrato editorial, pues ella era menor de edad, y que durmió toda una noche con su primer libro impreso bajo la almohada, sueño cumplido sosteniendo los otros sueños, los que la mente urde mientras dormimos, ya no historias escritas a mano en cuadernos con tapas de hule, sino letras de molde y páginas cosidas en pliegos y tapas y lomo y Ana María Matute Los Abel Ediciones Destino, un libro de verdad, sí, como aquellos que la habían hechizado; érase una autora de libros hermosos y trágicos, de una Primera memoria que tal vez sea el más hermoso de todos, capaz, digamos, de mover a las lágrimas al padre de una niña que va acercándose a esos catorce años desde los que la narradora se sabe indefensa entre la raza extrajera de los adultos y su condición de extrajera de sí misma, absurda y fuera del mundo y del tiempo, monstruosamente varada entre la niñez que ha perdido y la mujer que no es aún; érase una esposa infeliz que escribía constantemente, a veces con su pequeño hijo sentado en las rodillas, mientras un marido Rasputín, vividor y sablista, vocacionalmente desempleado porque así entendía su oficio de poeta maldito, empeñaba sus libros, el cochecito del niño y hasta la máquina de escribir de Ana María, érase una joven libre que escapó del Castillo de If de su matrimonio, desafiando a los peores villanos del cuento, y a quien le arrebataron por ello a su hijo, una madre que no tuvo a su pequeño durante casi tres años y que luchó por él, y que lo parió por segunda vez el día que al fin se lo devolvieron para siempre; érase una mujer enamorada de nuevo, de un hombre bueno y guapo como Paul Newman, según ella decía, una mujer que dejó atrás los malos momentos y alcanzó la plena felicidad con ese segundo compañero y que sin embargo fue perdiéndose quién sabe por qué en el bosque tenebroso de la depresión, no uno de esos bosques a los que naturalmente ella pertenecía, sino uno sin duendes, hecho de sombras y aullidos, y perdida ya en él la muerte le arrebató también al hombre que amaba; érase una escritora que dejó de escribir, que calló durante veinte años las muchas historias que la habitaban y que, poco a poco, renaciendo plateada de su abatimiento, fue componiendo en una larga novela que tenía ya empezada de antes y que no se parecía a las otras, las que hablaban de la guerra y de lo que vino después de la guerra, ni tampoco a los cuentos para niños por los que algunos lectores la identificaban, sino que era una monumental saga medieval transida de magia y de seres fabulosos y de tristeza también, y agarrada a la cola del dragón del reino de Olar se elevó por encima del olvido en el que había caído su obra, y fue otra vez y para siempre la niña eterna que inventaba sin parar y no creía en las casualidades, cuyo cuerpo iba envejeciendo pero cuya voz conservaba la delicada dulzura de una infancia soñadora, una niña octogenaria ya, que seguía viajando con Gorogó, su muñeco fiel, el muñeco de su primera memoria, y que creía, con la intuición de los seres nacidos en lo mágico, que su pensamiento permanecería más allá de la vida física, porque así había de ser forzosamente; una niña perpetua que escribió una última novela y suavemente se deslizó después hacia su propio colorín colorado, tras el cual ya no es más de este lado, sino del de Andersen, Perrault, los Grimm, Lewis Carroll, James Matthew Barrie, Verne, Faulkner, Cortázar y tantos otros, donde seguirá siendo otra vez, eternamente.

Foto: Álvaro Fernández Prieto


Texto para la fiesta homenaje celebrada en la Librería Zebras, en Almería
con motivo del que hubiera sido su octogésimo noveno cumpleaños 

jueves, 10 de julio de 2014

“Poe-ma de am-or s-ec-ret-o”, de Francisco Ortiz

Escribió José Ángel Valente: «Multiplicador de sentidos, el poema es superior a todos los sentidos posibles. Y aunque todos ellos nos hubieran sido dados, el poema habría de retener aún de su naturaleza lo que en rigor lo constituye, la fascinación del enigma».

Me propone el camarada poeta, José Luis Campos, publicar conjuntamente un poema de nuestro común amigo Francisco Ortiz que responde plenamente a este principio expresado por Valente. Fechado en junio de 1988, el poema está escrito en una lengua creada únicamente para darle vida: es pues, a un tiempo, un poema y una civilización literaria de la que nada se sabe, salvo lo que el lector quiera interpretar cada una de las veces que lo recorra: todos los sentidos –todos los significados- son posibles y ninguno lo es. Como en el caso de alguna civilización humana, ésta otra, limitada a doce versos, pudo haber desaparecido sin dejar rastro. El autor no conserva ninguna copia, y su milagrosa pervivencia se debe al hecho de que en su momento le transcribiera una copia a José Luis Campos. Con su permiso, el poema ve la luz veintiséis años después.



«Poe-ma  de  am-or  s-ec-ret-o»         


Brescia, o mare
sila demi niu
are dan mare ei.

Soden fent dicent
vai desi maio tu
derore ae ven si.

Brescia, o mare
tua mi cant
par fare feiz.

Sodent lai re
ecere manu mano
dei are tu.


 Francisco Ortiz (junio 1988)





Foto: JFH

viernes, 4 de julio de 2014

"Mensajeros del silencio"

He recuperado el artículo que sigue gracias a mi gran amigo Francisco Ortiz. Es sobre fotografía, lo escribí en 1998 para la revista de la asociación Indalo Foto y no había vuelto a leerlo desde entonces. Desde luego, podría matizar hoy muchas de las cosas que digo en este texto -buena parte del último párrafo, por ejemplo-, pero no lo he hecho. No merecería la pena discutir con el hombre que yo era hace dieciséis años, teniendo en cuenta que muchas de las correcciones posiblemente no pasarían de añadir algún que otro "tal vez" allí donde se dejan entender tantos "sin duda". Por cierto, creo recordar que el título se lo puso el propio Paco Ortiz: él sí que sabe de fotografía.

 

Margaret Bourke-White. Kentucky Flood, 1937

Quienes no tenemos grandes conocimientos de fotografía (que es una forma generosa de referirme a los que sobre este tema sólo conocemos lo que nos dicta un cierto instinto creativo enmarañado con nuestros gustos personales) nos vemos incapaces de identificar esos pequeños o grandes detalles que hacen memorable una imagen captada con una cámara fotográfica. Menos aún de interpretarlos, claro. A lo sumo podemos diferenciar la que es buena de la mediocre, la que conmueve de la que ofende a la inteligencia, la pretenciosa de la verdaderamente lúcida o brillante o reveladora. Si nos subyuga el mundo de las imágenes, bien sean fijas o en movimiento, apreciaremos que es en el blanco y negro donde los componentes esenciales de la fotografía, la luz y la sombra, encuentran el medio idóneo para complementarse o combatir. Y poco más. Así que cualquier opinión que exprese quien, como yo, de fotografía no ha leído teorías ni tratados, ni supo dejarse ilustrar por aquellos que sí saben por miedo a que el conocimiento redujera el poder de la intuición, será forzosamente osada, incluso es posible que impertinente, para qué engañarnos. Lo cierto es que quiero apuntar aquí un análisis de la fotografía a través del concepto de voz narrativa (o mirada narrativa, si prefieren adaptar el término literario), pues narrar es contar algo y una fotografía, a mi entender, ha de hacerlo o al menos procurarlo: no puede ser sólo una imagen estática, pues si sugiere algo (y por tanto justifica así el haber sido hecha) se extiende más allá de sí misma por todos lados, en tiempo y en espacio. Esta voz o mirada que narra puede aparecer, como en prosa o poesía, en primera, segunda o tercera persona, de acuerdo con su deseo de estar o no presente en su obra. Cuando es explícita la voluntad de escoger y delimitar un determinado encuadre hasta el punto de que la estimación de esa fotografía está precisamente en el encuadre, o de acentuar y darle protagonismo, incluso de crear una determinada composición, el autor fotografía en primera persona y entra a formar parte de lo que nos pone ante los ojos. Hay un yo que guía la narración o establece lo que debe verse y lo que no, hace una selección de acuerdo con su temperamento, su escuela, su inspiración o su capricho. Y crea arte.

Pero hay fotos en que la composición parece arbitraria y el encuadre producto de la casualidad: el fotógrafo no parece que haya escogido lo que exhibe ante nuestro ojos, su presencia se diluye en una tercera persona que sin ser omnisciente (no hay demiurgia en fotografía) deja entrever que aquello que rodeaba a la escena captada permanece de alguna manera, completa el motivo, aunque sólo sea con la imaginación de quien observa el resultado final.

 
Xavier Miserachs. Piropo a la Vía Laietana, 1962

Un fotógrafo profesional les dirá que al encuadrar uno ha de tener en cuenta no tanto lo que interesa mostrar, sino lo que no interesa, es decir, sería un proceso de selección de lo superfluo y de su eliminación. Sin embargo quiero recordar ahora aquella fotografía digamos testimonial que se propuso hacer el personaje de "Las babas del diablo", el relato de Cortázar que Antonioni llevó al cine con el título de Blow up, donde la escena fotografiada se extendía más allá del encuadre, más allá del hecho que el fotógrafo creía interesante recoger y que recogió.

Cualquiera puede encontrar ejemplos de ambas miradas narrativas, yo necesitaría algo más que un breve artículo para hacerlo, necesitaría incluso reflexionar más ampliamente sobre esta teoría que ahora esbozo y de la que tengo no tanto una idea como apenas una intuición. Sí quería, finalizar confesándoles que mi interés actual por la fotografía (no por la que prefiero ver sino por la que veo inclinado a realizar) se centra en el retrato de personajes, preferentemente de mi entorno, pues sólo así soy capaz por ahora de contrastar el resultado final con el resultado que perseguía: la verdad. Tal vez esté de más decir que al escoger este tipo de fotografía me dirijo a un hipotético espectador (en realidad yo mismo) a través del tú del retratado, de esa segunda persona que en literatura se utiliza muy excepcionalmente.

No existe, a mi entender, un punto de vista más "artístico" que otro. Existe el poder de la imagen frente a la debilidad de las palabras, que necesitan agruparse para tener sentido y comunicar, existe la creatividad del autor, más o menos fértil, más o menos perspicaz, existe un objetivo o simplemente instinto, existe un estilo escueto y un estilo retórico, existe autenticidad o impostura.


Henri Cartier-Bresson. Truman Capote,  1947