jueves, 23 de junio de 2016

Manhattan


                                                                                                JFH

El tipo que regenta la barra de este blog&bar conserva, incluso en su actual naturaleza espectral, la suficiente presencia de ánimo como para elaborar el tradicional cóctel de San Juan mientras al otro lado de las ventanas cerradas arden las pérdidas, como tituló Antonio Gamoneda, y estallan los artificios fogosos, y el futuro político de este país se desbarata entre llamas como el maldito mapa del rancho La Ponderosa... Ah, pero, no, dejemos eso: para olvidarse de cosas así, precisamente, se inventó la refinada liturgia de la coctelería.

Uno diría que en este local todo debiera estar cubierto de polvo y contaminado de silencio, y sin embargo he aquí un vaso mezclador cristalino y una copa de Martini tan pero tan limpia que casi pone la piel de gallina, y allá al fondo, al final de lo que aún no ha sido escrito, se insinúa una música que se elige neoyorkina, como el sabor del bebedizo alcohólico con el que este año agasajamos a nuestros estimados clientes y amigos: el Manhattan, una mezcla del rudo sabor del agua de fuego destilada en los alambiques de Kentucky, el dulzor puramente italiano del vermú rojo y esa ligera huella de amargor que le pone la intriga al ceño fruncido con que se paladea.

¿Es así como sabe Manhattan, el distrito metropolitano por el que todo cinéfilo identifica a la ciudad de Nueva York? Quiero creer que sí, aunque a partir del segundo cóctel, ¿de acuerdo? El primero simplemente te retuerce el brazo detrás de la espalda. Pero el segundo… Ah, el segundo empieza a elevarte ya en el primer sorbo hasta ese plano aéreo con que comienza aquella historia de amor en el West Side, con música de Leonard Berstein y letra de un William Shakespeare metido a redentor de bandas callejeras (“Hay barrios de Nueva York donde no les aconsejaría que se metieran”, le dijo Rick Blain a un comandante nazi en Casablanca); con el segundo sorbito, dado así, con los labios besando el filo de la copa, uno empieza a sentirse un puro cowboy de medianoche, con el tercero llegamos en taxi, al amanecer, hasta el mismísimo escaparate de Tiffany’s, en una Quinta Avenida desierta…

Si tuviéramos que decidir, mediante un meticuloso procedimiento de decantación sentimental, qué ciudad es la más cinematográfica de todas las del mundo, es posible que fueran París y Nueva York las que llegaran a la final, pero no empatadas. Al fin y al cabo, New York-New York es una ciudad cojonuda, ¿no?, it’s a helluva town, lo cantaban Sinatra, Kelly y aquel otro tipo cuyo nombre nunca logré aprenderme. Nueva York es un desayuno con diamantes, es caminar descalzos por el parque después de haber llegado en coche de caballos al Hotel Plaza para pasar la luna de miel, son los astilleros donde a Brando le sacuden a base de bien por no respetar la ley del silencio, es el lugar donde dos agentes de publicidad, hombre y mujer, uno a cada lado de la avenida Madison, comparten pijama después de que él se inventara una estrategia publicitaria nueva: vender un producto que ni siquiera existe; es la ciudad de los marineros de permiso, de los periodistas en blanco y negro que viven mientras duerme la ciudad que nunca duerme; es sobre todo el gran Jack Lemmon metiendo en un sobre la llave de su apartamento para que algún ejecutivo de la empresa en la que trabaja pueda practicar el adulterio entre sus sábanas, o formando una extraña pareja de divorciados con Walter Matthau, o perdido toda una noche en Central Park, o desempleado y prisionero en la Segunda Avenida…



Suma y sigue: Nueva York, lo que nosotros llamamos Nueva York pero no es el Bronx, ni Brooklyn, ni Queens, ni Staten Island, sino estrictamente Manhattan -esa gran manzana depositada en una isla entre dos ríos-, es un rodríguez a la americana contemplando cómo a su tentadora vecina del piso de arriba el aire del metro le levanta las faldas a través de unas rejillas de la acera, es Cary Grant y Deborah Kerr, tú y yo, citándonos en lo alto del Empire State para dentro de seis meses, es esa adorada ciudad que vibra al son de las grandes melodías de Gershwin, mujeres guapas y tipos listos que se las saben todas y Woody Allen dictándole a un magnetófono las razones por las cuales vale la pena vivir (mm, Groucho Marx, por decir una, el segundo movimiento de la Sinfonía de Júpiter, y, mm, Louis Armstrong, las películas suecas, naturalmente, eh, Frank Sinatra, mm, las increíbles manzanas y peras de Cézanne, la cara de Tracy…); es un atado de periódicos cayendo rotundo en la acera desde el camión de reparto y la avidez con que unos jóvenes actores que anoche estrenaron una obra en el off Broadway se lanzan sobre ellos después de pasar toda la noche en vela, celebrando lo que aún no saben si será un éxito o un fracaso de crítica.

Nueva York –Manhattan- es cada uno de los múltiples matices cromáticos del otoño en Central Park, y el colchón que en lo más caluroso del verano resulta casi obligado sacar al balcón, junto a las escaleras de incendio, para poder dormir, y la campanita que un tipo disfrazado de Santa Claus hace sonar en Navidad a la puerta de Bloomingdale's o Macy’s; es la ciudad de los grandes desfiles civiles, San Patricio, Acción de Gracias, el Columbus Day, con todo ese confeti revoloteando en el aire, como cuando regresaron los astronautas del Apollo XI, los que pisaron por primera la luna, esa luna que le dio nombre a un río de más de una milla de ancho al que Audrey Hepburn cantaba susurrante acompañándose con una guitarra, Old dream maker, You heartbreaker 

Empiezo el tercer Manhattan y ni siquiera he dicho todavía cómo diablos se prepara ni quién lo inventó. Ahora sí que el Loser se ha trasmutado en un club de Nueva York, digamos el Blue Bar del Hotel Algonquin. Apoyado en la barra y con la copa ante mí, acaricio distraídamente la pelota de béisbol que esta misma tarde he cazado en las gradas del Yankee Stadium. Y me da por pensar en Julio Camba, ya ven, para quien Nueva York, en los años veinte y treinta, era la ciudad romántica por excelencia, “no a pesar de su brutalidad y de su codicia, sino por ellas precisamente (…), por su culto de las catástrofes (…), por la organización comercial de sus crímenes y la organización criminal de sus negocios (…) por su ilimitación”. “¿Conciben ustedes nada más romántico –escribió- que esto de prohibir las bebidas alcohólicas a fin de elevar a categoría de delito el acto de tomarse un aperitivo’”.

The Algonquin Hotel's Blue Bar
Digamos ya que el cóctel Manhattan se prepara vertiendo en un vaso mezclador repleto de cubitos de hielo dos partes de bourbon, una de vermú rojo y tres golpes de amargo de Angostura (pudiera parecer que unas gotas de este ingrediente aromático no aportan gran cosa, y que podríamos prescindir de él al preparar un Manhattan, pero no es cierto, créanme); conviene tener preparada una copa de Martini llena de hielo –que luego tiraremos-, mientras en el vaso mezclador removemos no más de un par de minutos, lo justo para que el bebedizo se enfríe sin que los cubitos lleguen a aguarlo en lo más mínimo. Se vuelca el líquido en la copa helada y ya sin hielo, y se adorna, dicen casi todas las recetas, con una guinda al marrasquino. En el Loser le ponemos una cereza natural: es una licencia legítima, tampoco conviene ser tan puristas; al fin y al cabo, los Manhattan más célebres de la historia los preparó Marilyn Monroe de la manera más heterodoxa que quepa imaginarse: en una bolsa de agua caliente e improvisando una fiesta en el reducido espacio de la litera de un tren con destino a Florida, ah, maravillosa Sugar Kane… 

Acerca de su invención, corren, cómo no, varias historias: me quedo con la más repetida, la que dice que Jenny Jerome, hija del millonario Leonard Jerome y futura lady Randolph Churchill, le pidió un buen día de 1874 al barman de un club neoyorkino llamado Manhattan que creara un cóctel especial para celebrar que un amigo de papá, Samuel Tilden, había sido elegido gobernador del Estado. Eso sí, puesto que ése es justo el año del nacimiento de su hijo Winston –sí, el Winston Churchill ganador del Premio Nobel de Literatura-, hay quien atribuye el invento a un barman llamado Black, en un local de Broadway, en 1860. 

Visto desde Nueva York, dice Camba, el resto del mundo es un espectáculo extemporáneo, porque al llegar aquí –a este imaginario aquí que es ahora el Nueva York de este blog&bar-, la sensación no es la de haber dejado atrás otros países, sino otras épocas. Nuestra época, añade, sólo Nueva York ha acertado a encarnarla. Y lo curioso es que lo que era cierto en 1934, sigue siéndolo hoy.  

Mi copa está vacía, just a time. Ahora es Robert Mitchum el que llega a Manhattan, con música de André Previn, y nosotros con él: ¿no es maravillosa esta/aquella ciudad que me espera desde hace tanto, y en la que cualquier cosa puede pasar, en cualquier esquina?

viernes, 3 de junio de 2016

Estás tonto con los mirlos, papá

 

El pasado 15 de mayo, más o menos a las once y diez de una luminosa mañana de domingo, la vida me regaló uno de esos instantes mágicos en los que parecen confluir inesperadamente circunstancias que por separado ya vienen seduciéndote desde hace tiempo, pero que juntas abren en la realidad como un hueco en el que solamente tú tienes cabida, tú con tu deleite, con tus sentidos cautivos de un placer que no es físico, tú gozosamente atrapado en un embelesamiento de cuento infantil. Que en ocasión tan privilegiada yo dispusiera además de cámara de fotos convirtió en materialmente imperecedero lo que sin duda lo hubiera sido ya en un plano mental. Si yo dijera sin más que oí cantar un pájaro, que lo identifiqué de inmediato y lo busqué en las alturas de los árboles del parque por el que transitaba hasta encontrarlo en una rama, le parecerá a quien lea estas líneas muy poca cosa. Las personas que me conocen bien adivinarán de inmediato, al menos, que el pájaro en cuestión era un mirlo.

Llevo algo más de un año hermanado con los mirlos; los observo, trato de fotografiarlos, sigo su vuelo, los busco con la mirada apenas oigo cualquiera de los dos tipos de sonido que emiten: el de prevención y ese bellísimo canto en el que se combinan, con una interpretación ensimismada, variaciones melódicas, silbos, trinos y chisporroteos sonoros; en su canto, el mirlo marca los compases con una modulada candencia, como si le empujara la irresistible voluntad de improvisar una canción o de recitarla en un idioma extraño donde vagamente se aprecia la existencia de un verdadero significado; es un canto que quizá mezcle distintos cantos emitidos por otros pájaros: dicen que el mirlo puede llegar a imitar la voz humana y a repetir ciertas palabras si se le adiestra desde polluelo, de ahí que en libertad su música parezca una creación propia llevada a cabo a partir de otros gorjeos que el mirlo armoniza con afinación única y como para sí mismo. (El otro sonido, el de peligro, que el mirlo acompaña con un alzamiento tenso de la cola, recuerda un poco al que hacen esos martillos de juguete cuando se golpea algo con su fuelle de plástico).

Ocurre que un día de hace más o menos catorce meses pregunté a quien me acompañaba por el nombre del pájaro negro que vimos corretear por el borde de un vallado: hasta ese momento yo era incapaz de identificarlo, una semana después ya me sentía tan unido a los mirlos que en ocasiones he llegado a extender hacia uno de ellos el brazo convencido de que el vínculo también era percibido por él y volaría hasta mi mano. No lo han hecho nunca, claro. El mirlo es un ave recelosa, que apenas se sabe observado cambia de lugar. Como los cuervos, el mirlo común es intensamente negro (en inglés se les llama ‘blackbird’, y con ese nombre le cantó a uno Paul McCartney en el White Album de los Beatles); pero en el color y en la capacidad para imitar sonidos acaban todas las similitudes con el desagradable pajarraco del nevermore de Poe. Ni siquiera pertenecen a la misma familia de aves. El mirlo es más pequeño, liviano y alegre, y el perfecto naranja de su pico y del círculo que rodea sus ojos le confiere un aspecto infinitamente más atractivo; su color, además, posee la cualidad azabache del terciopelo negro y no los brillos carboníferos del cuervo.





Estás tonto con los mirlos, papá, me dice continuamente mi hija, que hoy cumple trece años (de ahí estas líneas). Y es cierto. No puedo dejar de mirarlos. Los mirlos picotean el césped en busca de comida, y unas veces dan carreritas muy rápidas, agachando la cabeza, y otras avanzan a saltitos tan ágiles como los que ejecutan los gorriones. Las hembras son algo más pequeñas, su plumaje es más pardo y su pico de un naranja algo más desvaído. Mientras crían, las hembras del mirlo son realmente corajudas: yo fui testigo de cómo una de ellas le armó una escandalera a un gato que rondaba taimado el árbol en una de cuyas ramas sin duda ella tendría su nido. En otra ocasión encontré un mirlo joven e inexperto en el suelo, a los pies del mismo árbol, incapaz de elevarse en el aire. Tal vez había fracasado en su primer intento de volar. Mi relación con los mirlos no ha mitigado la insuperable fobia que le tengo al tacto de los pájaros, esa turbadora suavidad palpitante de sus cuerpos emplumados, de manera que tuve que buscar con cierta impaciencia a alguien que quisiera tomarle en sus manos y lanzarlo de nuevo hacia las ramas: lo encontré, y siempre he confiado en que su segundo intento de vuelo no acabara en las fauces de un gato.

Pero mi actual embobamiento con la naturaleza –en su manifestación urbana- no acaba en los mirlos, sino que se extiende al reino fabuloso de los árboles. Algún día contaré cómo me convertí en el hombre que recogía y guardaba las semillas de los tipuana tipu, llamadas sámaras, ese prodigio de tecnología natural que gracias a su diseño en hélice se desplaza en el aire girando sobre sí misma con un elegante y silencioso movimiento auto-rotatorio. Pero lo que importa ahora al caso es mi fascinación por los jacarandás.


En la ciudad en la que vivo, los jacarandás llevan la mayor parte del año una discreta existencia de árboles desnudos, detenidos en un otoño casi interminable del que apenas se salvan unas pocas hojillas compuestas, como de helecho, nada que les permita una copa arbórea y un verdor dignos de tales nombres. De sus de ramas así expuestas a la intemperie cuelgan, a la manera de adornos navideños, unos frutos no comestibles definidos como cápsulas leñosas: estuches planos, redondos y duros donde se guardan sus semillas. Permanecen de este modo, desabrigados, esquemáticos, hasta bien entrada la primavera, cuando ya otras plantas han empezado a hacer gala de una esplendorosa exuberancia. Pero un buen día, entre finales de abril y principios de mayo, los jacarandás aparecen de golpe convertidos en una hermosísima nube floral de color azul-violeta, contrastando con los densos verdores de otros árboles y únicos en su delicadeza sin espesuras: tan solo los racimos de sus flores pequeñas y, como ocultos, como disimulados entre tanta belleza, los pendientes leñosos de sus frutos. A los ojos de quien lo observa, un jacarandá pudiera parecer un árbol de jardín japonés, por ejemplo de ese delicado poema botánico minuciosamente proyectado para el palacio imperial de Katsura, en Kioto: como una celosía de espiritualidad sintoísta de la que caen cada tanto, muy lentamente, los violáceos copos tubulares de sus flores; o pudiera parecer, también, el árbol oculto en lo más frondoso de un bosque druídico cuyo hallazgo quizá revelaría el secreto del sentido de la vida. Pero no, se trata en realidad de un árbol tropical: Brasil, Argentina y Paraguay figuran como territorios de origen; algo hay en ellos, desde luego, de realismo mágico.

Al igual que me sucede con los mirlos, una y otra vez trato de atrapar en una fotografía este sorprendente milagro de la naturaleza, y como en el caso de los mirlos me es esquiva una reproducción a la altura de mis emociones. El pasado día 15 de mayo, como dije al principio, a eso de las once y diez de la mañana, me sentí aludido en el canto de un mirlo, lo busqué y acabé por encontrarlo en los delicados interiores color lila de un jacarandá: el canto del mirlo entre las flores, el propio ave tan ensimismado en su melodía, tan alegre para sí, tan único entre todos y a la vez tan unido a todo: al árbol, al aire, a mí... Qué más podía pedir…

Entonces hice la foto:


  Fotos: JFH

Para ella, en sus trece años