domingo, 27 de noviembre de 2016

A partir de una vieja fotografía


Me gustaría poder decir que soy el joven que toca el saxofón en la fotografía que acompaña a estas palabras. En realidad, no paso de ser el joven que finge tocar el saxofón. Quienes bailan son Antonia y Mario, moviéndose quizás al compás de una música que ellos mismos tarareaban o solo mecidos por esa felicidad que nos envolvía a todos aquella tarde de mediados de los noventa. No recuerdo exactamente el año, ni tampoco cuántos miembros de la Tertulia de la Calle Suipacha nos juntamos en la casa con jardín de Ana (o sí, más o menos). Sé que fue una gran jornada, distinta a la de otras tertulias, con un travieso aire festivo, como de celebración de la amistad más que de la pasión común por la literatura.

Antonia es Antonia Moreno Cañete, una excelente escritora que en condiciones normales debiera ser a estas alturas ampliamente conocida y leída en nuestro país. Sin embargo, una parte importante de su obra permanece inédita. Por razones profesionales, ella y Mario han vivido un tiempo en Nicaragua, y ha tenido que ser allí donde primero se reconociera su valía como escritora en la forma en que merece ser públicamente reconocida. El pasado mes de abril, su novela El ojo de Odín obtuvo el Premio de Literatura María Teresa Sánchez, convocado por quinto año consecutivo por el Banco Central de Nicaragua. Antonia, que ya está de vuelta en España, me cuenta que ha sido la primera vez que se premia a un autor no nicaragüense. Me dice también que Nicaragua ("tan violentamente dulce", escribió nuestro amado Julio Cortázar) ha sido para ella un lugar mágico, donde ella y Mario han vivido con "la sensación de estar arropados por una energía amable y potente". Cortázar, que en sus últimos años de vida estuvo entregado a la causa nicaragüense, lo suscribiría, sin duda.

Sabe que escribir aquí es otra lucha distinta, pero seguirá haciéndolo. He conocido pocas personas que mantuvieran una relación tan ferviente con la literatura, y aún menos escritores con una prosa de parecida sensibilidad. No en vano, Proust fue uno de los maestros que dejaron su huella en ella. Ojalá el premio de allá ayude de algún modo a abrir aquí el camino hacia la publicación de la novela. 

jueves, 17 de noviembre de 2016

Un comité de la noche y un balcón en invierno

Leer de forma sucesiva la última novela de Belén Gopegui y la última de Luis Landero, ambas publicadas en el otoño de 2014, produjo en mí esa sensación de ser atraído a tesis enfrentadas que uno experimenta en las mejores películas de juicios, cuando primero te convence el fiscal con su alegato y después, no menos categóricamente, el abogado de la defensa. No se trata aquí de que haya acusados, sino de describir el efecto persuasivo de las dos propuestas literarias, que son, en cierto modo, opuestas entre sí. 

En El comité de la noche, Gopegui captura el instante social y político en el que estamos ahora mismo para plantear la necesidad de llevar a cabo una resistencia contra el abuso de los poderosos, de participar en grupos de activismo político, incluso en células clandestinas, y en cualquier caso de acudir a asambleas, a encierros, a manifestaciones, de trabajar en equipo, de definir estrategias, de aspirar a levantar la presión sobre nuestras vidas, de prepararse para que si un día los explotados llegaran a arrebatarle el poder a los explotadores (que son menos) no repitan el modelo de explotación contra el que luchan; construir otra civilización, dice la autora madrileña, cambiar las relaciones de propiedad y las relaciones con la naturaleza, no decaer ni aun ante el riesgo personal, pues “cuando el riesgo personal está excluido a lo mejor ya estamos muertos”.

Podría parecer que el carácter político de la novela –Gopegui considera, en cualquier caso, que todas las novelas tienen un componente político, indetectable en la mayoría de la narrativa dominante- lo convierte poco menos que en un manifiesto. No lo es. Para empezar, la prosa de Belén Gopegui conserva esa personal inspiración poética, atenta a la lírica de los pequeños detalles cotidianos, que despertó la admiración de tantos, mi admiración más encendida, desde su primer libro, La escala de los mapas. Cuando retrata aquí a unos seres afectados por la crisis económica, lo hace, además, con una cercanía que es a la vez narrativa y vital, la pura experiencia de no tener trabajo, de tener que regresar a casa de tus padres con treinta y tres años y una hija de ocho, compartir con ellos el desempleo que también sufren y los cuidados de la niña y la atención de la casa, volver a ser tribu pero con el duro añadido de la derrota, detenerse a pensar en el dinero que te ahorrarías no tomándote ese café en un bar, pensar que encender “la televisión por la mañana tiene algo de beber solo”…

Así se siente –así siente- Alex, el primer personaje protagonista de El comité de la noche, un documento narrativo durmiente que la autora activa para los lectores, porque puede que el poder de una historia tal vez sea “ínfimo”, dice, pero es también “incontrolable”. Y un día el grupo debate sobre una información aparecida en prensa bajo el titular “La sangre de los parados”: una multinacional productora de hemoderivados propone al Gobierno la posibilidad de pagar a los parados, por la donación de su sangre, 60 o 70 euros semanales con los que completar su prestación por desempleo. Inmediatamente, el grupo se plantea hacer algo al respecto, no en defensa del altruismo, ni por razones éticas o legales, sino para combatir el hecho de que se considerase el paro “una fuente de extracción” y la sangre un recurso que pudiera ser explotado, “como una mina”. Y a partir de este hilo, Gopegui tejerá en la segunda y más extensa parte de la novela una trama donde late el pulso de una intriga muy Graham Green, muy John Le Carre, trasladando la acción a Bratislava, ampliando las voces narrativas y conservando su radical compromiso moral.

Belén Gopegui. Foto: JFH
 
De modo que al llegar al final de El comité de la noche me he convencido de que la literatura ha de ser útil hasta este extremo (además de bella, claro, de otro modo no me sirve). Y afronto, pues, la novela de Luis Landero, El balcón en invierno, con recelo, pues se trata de una especie de memorias de infancia y adolescencia donde el autor se propone repasar el cúmulo de circunstancias que tuvieron que darse para que, teniéndolo todo en contra, llegara a ser escritor. Desde luego, Landero es un autor que siempre ha logrado cautivarme con su estilo poderoso, heredero de la mejor literatura en español, y con las vicisitudes de sus peculiares protagonistas, a medio camino entre la comedia y el patetismo, entre lo ridículo y lo sublime, entrañables en cualquier caso, como lo son todos los soñadores sin fortuna; personajes atrapados en laberintos de imaginación y afanes y rutina laboral, solitarios que se encuentran con otros solitarios, perdedores tocados tal vez por la melancolía pero jamás por la amargura, a quienes la vida les conduce, contra todo pronóstico, hacia posibilidades de aventura que acabarán por elevarles, aunque solo sea en la república de su fantasía, por encima de la extendida mediocridad que amansa los días y los años.

Sí, pero, ¿y la utilidad de la novela? ¿No es escapista toda obra de ficción que no se sume hoy a la lucha contra los poderosos? Y he aquí que Landero vuelve a conquistar de nuevo mi corazón de lector apasionado, mediante un relato que no es solo el del escritor que recuerda las raíces de su vocación, sino que constituye sobre todo un homenaje a una generación que, juntamente con la cultura milenaria que aprendieron por transmisión oral, está a punto de desaparecer no solo físicamente sino también en el olvido.

No se trata de que nos cuente que proviene de una humilde familia de campesinos del sur, que no había libros en casa, que emigraron al Madrid de los años cincuenta por el empeño de su padre en que los suyos se abrieran paso en la vida o que solo con la muerte de éste pudo empezar él, único hijo varón, depositario de todas sus elevados anhelos, a ser quien ni siquiera podía imaginar aún que deseaba ser. Esta novela –novela de no ficción, pero novela al fin- se sostiene en el deseo por conocer todo eso que desconocemos de quienes tenemos más cerca, de quienes amamos, de quienes habían ya recorrido una parte sustancial de sus vidas cuando nosotros llegamos al mundo. Todo un universo emocional perfectamente reconocible cabe en esa última mirada que se dirigen el narrador y su temible padre en la habitación de hospital donde éste va a morir en apenas unas horas, a sus cincuenta años, y es un universo que se ensancha en la prometedora incertidumbre que esta muerte le deparó al narrador, y sobre todo en la pena, la culpa, la compasión, la gratitud tardía, la admiración, incluso, que solo muchos años después despertará en él el recuerdo del padre.

Son muchos los personajes memorables que pueblan El balcón en invierno, todos ellos dotados de vida, como hechos del barro de la memoria y alentados con el talento literario y la sensibilidad de Landero; gentes “que civilizaron tierras bravías”, que construyeron sus propias casas con los materiales que le arrancaron a la tierra, que sabían cómo encauzar el agua hasta el sembrado y cómo esparcir la semilla, que alrededor de la lumbre contaban historias y transmitían saberes no escritos. Y cuando el narrador necesita saber, en el presente, acerca de la infancia y juventud de su madre nonagenaria, y le pregunta una y otra vez, ella, que tanto gusta de hablar con su hijo escritor de otras muchas cosas, de sí misma nada cuenta, “no porque no se acuerde o no quiera contarlo, sino porque su vida no le parece interesante”.

Yo no sé de dónde ha sacado esta gente, esta generación infortunada, su temple y entereza”, dice Landero, y también que “Fueron vidas oscuras, anónimas, de las que ya nadie quiere acordarse, aunque fuese al menos para agradecerles los servicios prestados”.

Convencido ahora, rotundamente, por el planteamiento literario de Luis Landero, trato de conciliarlo con el de Belén Gopegui; y llego a la conclusión de que tan necesario como el compromiso con nuestro presente y nuestro futuro, debiera serlo el compromiso con nuestro pasado, o con el pasado de los nuestros, un compromiso de evocación y reconocimiento, porque romper el hilo que nos une a la memoria de quienes nos precedieron –y estamos muy cerca de hacerlo- podría soltarnos de nuestras propias manos y quién sabe si ser fatal.

miércoles, 9 de noviembre de 2016

C. C. Baxter


 

La víspera de Año Nuevo, Calvin Clifford Baxter, en un sublime y contenido gesto de dignidad,  le devolvió al presidente de la compañía de seguros en la que trabajaba, Jeff D. Sheldrake, la llave del lavabo de los ejecutivos. Para celebrar aquella escena, en el Loser le hicimos una copia en oro –la única que existe- de la llave de la puerta imaginaria de este blog&bar, que fijamos en la parte inferior del marco de su fotografía. Quienes se acercan a curiosear en la galería de perdedores que cuelga de las paredes del Loser creen que esta llave dorada que acompaña al rostro de Jack Lemmon es un homenaje a aquella otra de ida y vuelta que abría el solicitado apartamento neoyorkino de Baxter; nosotros, en cambio, preferimos recordar al joven que por respeto a la mujer que amaba renunció al ascenso que tan arduamente se había trabajado en las cloacas morales de Consolidated Life antes que al pobre diablo que casi cada noche, después de regresar a casa más tarde que ningún otro empleado de la compañía, se agachaba a recoger de debajo del felpudo su propia llave. Y es que C. C. Baxter, Buddy Boy para sus jefes, un tipo corriente, solitario, propenso a los refriados, tenía por entonces un pequeño problema con su apartamento.

La cosa había empezado unos años atrás de la manera más tonta. Un amigo le pidió el favor de utilizar su apartamento para cambiarse de ropa antes de ir a la ópera, y en poco tiempo a todo el mundo le dio por necesitar cambiarse de ropa allí. Naturalmente, se trataba de echar una cana al aire, y de aquellas canas, estos lodos, como se dice: antes de que se diera cuenta eran cuatro de sus jefes los que tenían asignado un día de la semana para llevar a su apartamento a una chica, casi siempre una empleada de la empresa. A cambio, le habían prometido a Buddy resaltar sus méritos laborales para promocionarle en la compañía. De manera que mientras el jefe de turno y su ligue se comían sus galletitas de queso, se bebían su alcohol, escuchaban música en su tocadiscos y retozaban entre las sábanas de su cama, él hacía horas extras en la oficina o esperaba, amodorrado y aterido, en un banco de Central Park.


Vivía como Robison Crusoe, confesó en cierta ocasión; era un náufrago en una ciudad de ocho millones de personas, hasta que un día vio pisadas en la arena y descubrió a la señorita Kubelik, Fran Kubelik, la ascensorista más bonita del edificio, y al parecer también la más inaccesible a las pretensiones sexuales de quienes se valían de su rango para engatusar a sus subordinadas. En el edificio de Consolidated Life trabajaban más de treinta y un mil empleados, con horarios de entrada y salida diferentes, según cada sección y planta, para no provocar atascos en los dieciséis ascensores. C. C. Baxter era el único que se quitaba el sombrero cuando entraba en el que manejaba la señorita Kubelik, y ella, en agradecimiento, le puso una flor en la solapa de su americana el día en que el mismísimo señor Sheldrake le convocó en su despacho de las alturas para comunicarle, él estaba seguro de ello, su ascenso.

La realidad era otra. El gran jefe había tenido conocimiento del ir venir de aquella llave: no era la primera vez que un empleado se comportaba de manera deshonesta, y la compañía sabía cómo actuar, le dijo. Es decir, el juego había terminado, para zozobra de aquel joven alcahuete de oficina. En un intento angustiado de conservar su empleo, Baxter aseguró que las citas en su apartamento habían acabado para siempre, y Sheldrake, con un gesto a medias entre la severidad y el cinismo, revisando los informes de eficiencia, aceptó su palabra, pero sólo en lo que afectaba al resto de ejecutivos. Lenta reacción de Baxter, hasta que al fin la llave acabó pasando de su bolsillo atestado de clínex usados a la mesa del presidente, junto con la dirección del apartamento, que C. C. le escribió, aliviado, sumiso, en un papelito.


Esta es una historia de llaves que cambian de manos y manzanas podridas, cuatro manzanas, cinco manzanas, eso no importa mucho, y de ascensos y ascensores; de sábanas entibiadas por el roce de otros cuerpos, de espejitos espejitos rotos donde las buenas chicas que aman a hombres casados se ven como se sienten; una historia de rímel mezclado con lágrimas y de bombines modelo ejecutivo y aceitunas de martini ordenadas en círculo sobre el mostrador de un bar la noche antes de Navidad; de comida precocinada calentada al horno en su propio envase y mordisqueada frente a la única compañía de una televisión con exceso de comerciales; de lavados de estómago a media noche y espaguetis escurridos en una raqueta de tenis, de gestos de buena vecindad incluso en quienes le tienen  a uno por un libertino, de multitudinarias y desenfrenadas fiestas navideñas de empresa donde toda promiscuidad tiene su asiento; de restaurantes con reservado en los que el pianista interpreta la canción de los amantes apenas ella aparece por la puerta.

Todo elogio de El apartamento, de Billy Wilder, siempre se quedará corto, como si fuera imposible alcanzar hasta el último rincón de la película con la admiración que despierta. Hasta hace no demasiado, cada vez que programaban en alguna cadena de televisión un gran clásico del cine como éste, siempre había alguien que apelaba con algo de envidia a esos espectadores que iban a ver la película por primera vez. Sin embargo, El apartamento va gustando más cada una de las veces que vuelve a verse. Y ni siquiera es fácil encajarla en un género determinado. El filólogo y académico Gregorio Salvador dijo en cierta ocasión que esperaba morir antes que el dibujante Mingote para que éste le dedicara una necrológica gráfica de las que le hacían «sonllorar». Es una buena palabra para referirse también a esta película de 1960, que pasa por comedia -por una de las mejores jamás rodadas- y sin embargo contiene alguna de las escenas más tristes de toda la historia del cine. Yo al menos no recuerdo ninguna tan desoladoramente triste que aquella en la que C. C. Baxter, un espléndido Jack Lemmon, ha de salir a altas horas de la noche de su cama, en la que se había metido no mucho antes -quizá tratando de no reparar en el olor de los cuerpos que la habían usado aquella tarde-, y ceder el apartamento a otro de sus jefes, que acaba de ligarse en un bar a una rubia idéntica a Marilyn Monroe. Comedia, melodrama romántico, cine social, cuento de hadas pornográfico, tal y como dijo en su momento algún crítico… 


Que si la primera idea surgió de Breve encuentro, que si la historia que cuenta nunca hubiera podido transcurrir en el Moscú soviético, que si a Wilder le faltaban brazos para sujetar los tres premios de la Academia que ganó con la película... El apartamento es una obra maestra no ya del cine, sino del arte del siglo XX, porque todo en ella está tocado por la inspiración: el guión más perfecto jamás escrito (Wilder y Diamond); una actuación soberbia de la pareja protagonista, con una Shirley MacLaine que alcanza el cielo de la interpretación y del encanto metida en la piel de la señorita Kubelik, más un Fred MacMurray que completa el triángulo por el lado más canalla vistiendo el traje de Sheldrake; una bellísima banda sonora (con una pieza principal firmada por Adolph Deutsch); una maravillosa fotografía en blanco y negro (Joseph LaShelle); un montaje premiado con otro Óscar (Daniel Mandell); y finalmente, una dirección artística a cargo de Alexandre Trauner sencillamente prodigiosa, no ya solo por el ingenioso ardid con el que consiguió que la oficina de Baxter pareciera inmensa y con miles de mesas hacia el fondo, sino sobre todo por el decorado del apartamento, que el espectador llega a conocer desde todos los ángulos posibles.

Qué habrá sido de C. C. Baxter. Y de Fran Kubelik. Qué habrá sido de ellos dos. ¿Hubo un ellos dos? ¿Llegaron a barajar sus vidas? ¿Qué naipes les repartió el destino? Ah, Buddy Baxter, ese tipo capaz de comerse los aperitivos sobrantes de la fiesta que otros han dado en su casa, y de beber con cierta elegancia los restos de martini que quedan en el fondo de la jarra, y que es tan pero tan humilde que, según él, si donara su cuerpo a la ciencia, como le pide el médico que vive en el apartamento de al lado, decepcionaría a todo el mundo.