jueves, 8 de junio de 2017

La esfera de sus plumas


Varias noches he soñado que doy de comer a las palomas. Estoy sentada en un banco del parque, cerca de la zona recreativa donde juegan con felicísimo alboroto los niños, y las palomas, no más de veinte o veinticinco, acuden resueltas al reclamo de la bolsa que llevo en la mano. Les lanzo migas de pan o puñados de maíz y ellas se acercan con ese movimiento ritmado de sus pasos y su cuello hasta formar una emplumada y cenicienta muchedumbre que bulle y picotea como si estuvieran entre todas desnudando el hambre, o linchándolo. Si arrojo el alimento en otra dirección, siempre hay dos o tres que se adelantan a las otras, y les basta apresurar su caminar para que de manera refleja se acompase el altivo vaivén de su cabeza, se acelere igualmente, como si respondiera a un mecanismo de impulsos mutuos, la alternancia de sus patas y la sacudida hacia adelante de su cabeza, y al cabo de unos segundos están ya todas juntas otra vez, picoteando el suelo. El sueño es ese, nada más, y la algarabía de los niños en los columpios y toboganes, tropezando, cayendo sin daño contra las losetas de caucho. Yo nunca les di de comer a las palomas, pero todo cuanto aparece en el sueño es tan preciso, tan verosímil, como antes se nos antojaba la realidad: los colores, los ruidos, la falta de miedo, la inocencia de las palomas, el aire.
En este otro mal sueño que es ahora la vida verdadera, el tiempo discurre al margen de los calendarios, y el reloj solamente tiene sentido para medir las ausencias de Abel. Hablo por mí y por él, que es la única persona con la que me relaciono desde hace tanto, pero sé que es lo mismo para todos en la ciudad desolada. Abel regresa con comida -poca, las más de las veces- y me lo dice, y a él se lo dicen los que le acompañan en la batida, siempre los mismos: parece que todo hubiera comenzado hace años, pero es imposible. Ocurre que al convertirse la anormalidad en costumbre, el tiempo ha desbordado en nuestras mentes la convencionalidad de sus cauces. Hay vagamente un ayer y la probabilidad rutinaria de un mañana, pero, más allá de eso, pasado y futuro son una misma vastedad anegada. En realidad, se tuvo noticia de las primeras muertes a mediados de primavera, y dudo que haya terminado ya el otoño.
(...)

"La esfera de sus plumas" es el primer cuento de 
mi libro Las flores suicidas, y este es su comienzo.

1 comentario:

José Luis Martínez Clares dijo...

Este primer relato del libro tiene todo lo bueno que cabe esperar de él. La normalidad del ritmo narrativo, la renuncia a los elementos trágicos, el drama latente, la calma tensa... me dan escalofríos.