21:05 h. Tomo posición en la ventana
del dormitorio, observatorio privilegiado aquí en las alturas, desde donde
esperaré la salida de la luna. Se supone que esta es la hora, y confío en que
un golpe de suerte la haga aparecer justo tras esa franja de horizonte
montañoso no ocultada por los edificios. En cualquier caso, mi compañera de
observación, situada en un mejor emplazamiento (a unos pocos kilómetros, en lo
alto de un acantilado, ella puede ver la ciudad completa y, detrás,
adentrándose en el mar, el Cabo de Gata), me dará aviso: es una operación a la
vez solitaria y conjunta.
21:15 h. Sin rastro de la luna llena,
que esta noche estará anaranjada a causa del eclipse: es Luna de sangre. Sin
duda ya es visible, pero no para mí. Tal vez una formación de nubes bajas nos
dificulte la experiencia.
21:25. Mi compañera de observación me
envía al móvil la primera foto. Es raro que yo no pueda verla aún, pues ya está
algo elevada. Calculo la posición que ocupa en la fotografía, miro mejor el
cielo, y, ¡diablos!, si está ahí, cómo no la he visto hasta ahora. Ha jugado al
escondite con una chimenea de ventilación. Pero ahí está. Cojo los viejos
prismáticos paternos de doce aumentos y la Luna se me revela cercana en todos
sus hipnóticos detalles, perfectamente iluminados a pesar del tono rojizo que
le imprime el eclipse: el juego de matices claros y oscuros de su superficie, las
manchas de los llamados mares, los amplios continentes argénteos más elevados,
los cráteres, Tycho, sobre todo. Aviso a mi hija y le paso los binoculares. Mira
ella también y luego me los devuelve. Vuelvo a ser yo quien la observa de cerca,
tan nítida, tan rodeada de oscuridad creciente. Me fascina la rotunda evidencia
de su condición esférica, sólida, como flotante, y apenas me paro a considerar
hoy todos esos misterios que la envuelven, las características extrañas que
ponen en cuestión lo que la astronomía oficial nos dice de ella: lo asombroso
de su enorme tamaño en proporción con el de la Tierra, de la que es satélite;
el hecho de que siempre nos muestre la misma cara, a pesar de que también gira
alrededor de sí misma (por más que leo y releo sobre la sincronicidad rotatoria
no acabo de entenderlo); su órbita circular, y no elíptica; que todos los
cráteres, desde los más pequeños a los más grandes, tengan más o menos la misma
profundidad, no demasiado acentuada; lo increíble que resulta que la precisa
combinación de su diámetro, la distancia al Sol y el diámetro de éste haga
posible que en los eclipses solares totales el tamaño de una coincida
exactamente con el tamaño del otro para ocultarlo. Por cierto, que este eclipse
lunar que contemplo es el primer paso de un baile de sombras en el que
participamos los tres, estrella, planeta y satélite, este mes de agosto. En
apenas 14 días, el día 21, será la Luna quien se interponga para tapar al Sol,
en un eclipse que sólo será visible, como total, en Estados Unidos, una mancha
oscura que cruzará el país a 1.700 millas por hora, desde la costa Oeste a la
costa Este en diagonal descendente. Tomo la cámara. No tengo trípode, y el peso
del teleobjetivo hace que me resulte más difícil mantenerla inmóvil. No será una
foto perfecta, pero será mi foto del eclipse.
Foto: JFH