Retirada de Napoleón de Moscú. Adolph Northern
1. LLEGA A CASA un ejemplar de Guerra y Paz (pequeño gran acontecimiento personal fechado el 17 de
octubre de 2012), y durante un tiempo no es más que eso, un libro no leído
todavía, un mero objeto, un paralelepípedo que en lugar de presentar la sólida
compactación de un ladrillo, pongamos por caso, tuviera la virtud, no por
familiar menos excitante, de abrirse por un lado en cientos de finísimas
láminas de papel, capaces de provocar un abaniqueo si el dedo se limita a
descender por los filos apretados, a hacer pasar las hojas sin más, de un lado
a otro, velozmente. Son hojas casi trasparentes en las que predomina al primer
golpe de vista el negro y ordenado cuerpo rectangular de los renglones, y si te
detienes al azar en una página te asaltan las palabras de que están
constituidos esos renglones, y con ellas, prolongando un poco la lectura,
conoces un breve pasaje de la historia, un fragmento ajeno a toda esa
inmensidad narrativa de la que forma parte, ese texto oceánico, tan ignorado
aún; y de ese fragmento aleatorio no cabe deducir un estilo, ni un rasgo de
carácter en un personaje, ni en definitiva esa sublimidad literaria que
convirtió la novela de León -o Liev- Tolstói en uno de los mayores logros de la
Humanidad en el campo de las artes y las letras. Conoces -o crees conocer- la
historia que allí se cuenta, pues has visto la película dirigida en los años
cincuenta por King Vidor, pero eres consciente de que en el interior del libro
ha de haber muchas más cosas, aunque sólo fuera por puras razones de extensión.
Durante no pocas páginas te incomoda una marcada dificultad para
poder imaginar por ti mismo el rostro de los personajes principales:
inevitablemente se te aparecen a cada momento los de Audrey Hepburn (Natasha
Rostov), Henry Fonda (Pierre Bezújov) o Mel Ferrer (Andrei Bolkonski). Es un privilegio
al que no quieres renunciar porque es el fundamento de la magia que nace de la
lectura: el de crear -crear, repito- en tu imaginación todo aquello que los
autores imaginaron antes y convirtieron en palabras. Pero he aquí que a medida
que avanzas en la novela, a medida que tu propia vida se va entretejiendo con
la vida de los personajes y te familiarizas con esos otros sentimientos que no
son tuyos, sino de ellos, y ocupas los lugares en que transcurren las acciones,
y parece que los pies se te movieran a veces al ritmo de una mazurca o una
polca, y te retiembla por dentro la marcialidad de los tambores militares, y
parece que avanzaras con el resto del regimiento, al compás de su caminar
unánime, o que observases desde las lindes de un bosque la retaguardia del
ejército enemigo, o que se hiciera repentinamente trizas la tierra a tu lado al
estallar una granada; a medida, en fin, que aquel apasionado libro va cobrando
vida propia, nada va quedando ya entre él y tú que no pertenezca exclusivamente
a la relación que habéis establecido entre ambos, nada que esté contaminado por
la interpretación de otros, nada que Tolstói no haya inflamado tan solo en tu
imaginación, imaginación que no es ya, o así se te antoja, un territorio
únicamente interior, sino que se extiende a tu alrededor, y es extraño que
nadie pueda observarlo a simple vista.
2. GUERRA Y PAZ representa la experiencia lectora total, una aventura
absorbente que te deja sin aliento. Qué podría aportar yo a todo cuanto se ha
dicho y escrito acerca de una obra de tal magnitud, si no es mi modesta
experiencia personal. Ese grueso libro que llegó a mis manos hace tres meses no
es ya simplemente un paralelepípedo, sino una arqueta de las maravillas de la
que podría brotar en cualquier instante un mundo inconcebiblemente vasto y
detallado: los lujos de un salón de baile en San Petersburgo y el fogonazo de
un disparo, su sonido y el silbido de la bala en la batahola de una acometida
militar; el lecho de muerte de un acaudalado conde y el resplandor de las
hogueras encendidas la noche antes de una batalla; una declaración de amor y
una descarga de fusilería; la belleza de unos hombros de mujer emergiendo del
tul dorado de su vestido y un dilatado campo de batalla contemplado desde una
colina: las aldeas, puentes, bosques, valles, anchos ríos donde cientos de
miles de hombres combaten confusamente y al margen de las órdenes superiores,
entre la humareda de la pólvora y los gritos, pues así es la guerra; samovares
para el té y sables afilados, perros afectuosos y carne de caballo, romanzas
acompañadas al piano y el clamoreo de un ejército que ataca, una cajita para el
rapé y las espuelas de un coracero; los cañones y el barrizal en el que se
hunden las ruedas, el dolor de una madre por el hijo muerto, la multitud que
aclama al emperador de Rusia, un carta leída a la luz de una vela, Napoleón
caminando irritado de un lado a otro, una carga de cosacos, líneas de
infantería de las que van siendo abatidos los hombres mientras avanzan todos
con las bayonetas caladas, y también una partida de naipes, y un duelo a
pistola; una multitudinaria partida de caza con jaurías de perros, y también la
actividad enloquecida de una batería de cañones, el desalojo, ocupación, saqueo
e incendio de Moscú, fusilamientos rápidos y agonías que duran semanas, sangre
y nieve y hambre y derrota, ríos helados que se quiebran bajo el peso de la
huida, matanzas, penurias sin medida, reencuentros, nuevas familias que se
forman desde el recuerdo de los muertos…
El primer baile de Natasha Rostova. Ilustración de Leonid Pasternak (padre de Boris) para Guerra y Paz |
Personajes de ficción y personajes históricos están mezclados a lo
largo de toda la novela y se relacionan entre sí con naturalidad; ocasionalmente,
la narración se vuelve razonada digresión histórica o filosófica, sin que el
lector lamente apartarse de las peripecias novelescas por las que atraviesan
los protagonistas: una cosa y otra le confieren al cuerpo ya de por sí vigoroso
de Guerra y Paz las facultades intelectuales que
perpetúan su vigencia. No en vano, el propósito principal de Tolstói al situar
a una serie de personajes en unas circunstancias históricas extremas ("Desde
que el mundo es mundo, nunca existieron guerras en condiciones tan terribles
como la de 1812"), confundidos entre otros miles de seres humanos de
toda condición, no es otro que el de sostener que los acontecimientos
históricos no se deben a la voluntad de un sólo hombre, sino a la suma de
millones de acciones realizadas por millones de hombres.
3. VALGA UNA ESCENA del Libro Tercero: El ejército francés, formado por seiscientos cincuenta mil hombres, al mando de los cuales está el propio Napoleón Bonaparte, ha cruzado el río Niemen y avanza a buen paso por las tierras de Rusia. Ha tomado ya la ciudad de Smolensk sin apenas dificultad, y el ejército ruso retrocede. El regimiento que manda el príncipe Andrei pasa cerca de la gran hacienda familiar, en la que han estado viviendo hasta hace tan solo unos días su padre y su hermana, alejados de la agitada vida en la capital. Bajo un calor sofocante, una larga columna recorre el polvoriento camino, la artillería por el centro, la infantería a los lados. La tierra del camino está removida, el polvo, levantado al paso de los soldados, lo cubre todo: en este punto de Guerra y paz el polvo parece elevarse por encima de los límites del libro, una gran nube de polvo que vela el disco rojo del sol y se mete en los ojos, en las narices, en la boca, en el pelo. Andrei Bolkonski decide aprovechar la cercanía del lugar donde nació y creció y toma, al galope, un desvío; al llegar a la finca comprueba que allí reina la desolación: los senderos están cubiertos de hierba, los animales domésticos vagan a su aire por los jardines, los cristales del invernadero están rotos. Un viejo mujik trenza unas alpargatas “con la misma indiferencia de una mosca que camina por el rostro de un cadáver”. Queda algún criado, que le explica que ante la proximidad del enemigo el viejo príncipe y su hija, la princesa María, partieron hacia Moscú, y que algunos regimientos de dragones habían hecho noche allí. Andrei se lanza al galope por la alameda para volver con sus hombres y sorprende a dos niñas saliendo del invernadero, con sus faldas recogidas y llenas de ciruelas. Las niñas se toman de las manos y se ocultan tras un abedul, sin agacharse a por las ciruelas que caen de sus faldas. Andrei, conmovido, finge no haberlas visto y espolea a su caballo, y al volverse con disimulo comprueba que las niñas han salido de su escondite y corretean alegres con sus pies descalzos... Guerra y Paz es la suma de centenares de escenas como ésta, y cuando, acabado el libro, volví a ver la película de Vidor fui consciente de todo cuanto falta en ella, esa lamentable abreviación de los detalles que enriquecen la trama, el pobre esquematismo en que se mueven los personajes.
Ahora sólo lamento haber terminado su lectura mucho antes de lo
que esperaba.